Fue a la antigua.
Y sinestésico. Como aquel romance de Lorca.
Y que yo me la llevé al río…
Empezó en el Messenger con el tecleo de algunas frases porno.
Cuando ya la tenía doblada en el pantalón, llamé por teléfono.
Jadeamos.
No fue suficiente.
Regresé a mi cuarto, de nuevo al Messenger, y prendí la webcam.
Se apagaron los faroles y se encendieron los grillos.
La vi a media luz, casi a oscuras, pixeleada.
Los bucles escarlatas de su cabello.
Su sexo.
Algunos cuadritos blancos me hacían imaginar el olor de lo que veía.
Un recuadro de 480 x 640.
Un par de frases:
Discúlpame.
Te extraño.
Y un horizonte de perros ladra muy lejos del río.
Menos bla bla, por favor. Mastúrbate.
También tú.
Mis padres siguen despiertos.
También los míos.
Muchos dedos y manos en la pantalla. Muchos movimientos entrecortados.
Por momentos tapaban lo importante.
Sus muslos se me escapaban como peces sorprendidos.
Más resplandores en la pantalla: húmedos, breves, empañados.
Necesito verte, esto no me llena.
Quedamos de encontrarnos en el motel tres días después.
Montado en potra de nácar, sin bridas y sin estribos.




Una tarde volví a ver a Sócrates y a Diógenes. Estaba bebiendo en casa de Inés cuando entró una llamada a mi teléfono. Era Baxter y le urgía verme en su casa, de preferencia con la cartera llena.
En las últimas semanas había montado una microempresa de speed: conseguía con un zeta dos o tres grapas o, muy rayado, una piedra de buen tamaño.
Los primeros días me pedía ayuda para prepararla. Por lo general la rebajábamos con matarratas, para los conocedores; para las dosis de los neófitos usábamos talco para pies, aspirinas o polvo para hornear. Él la vendía entre la banda y me pasaba una comisión.
Le dije a Inés que saldría un rato. Jack me acompañó. Cuando llegamos a la Baxter hall, nos metió hasta su cuarto, a escondidas de su okaasan.
—Estaba a la mitad y, tú sabes, para darme valor me, y luego se… ayúdame.
—Barajea más lento.
—Fui con unos fresillas a un cotorreo en San Javier, iba a cerrar un negocio, llevaba dos grapas... Me fui al baño y les preparé la primera, de la segunda me di un jalón, y cuando la iba a rebajar se me cayó a la taza y, y… préstame cuatrocientas bolas.
—Puta madre, ¿tanto?, yo pensé que íbamos a quebrar a tu dealer…
—Yo se los presto.
Jack andaba con ánimo de Deus ex machina. No estaba de humor para vernos discutir.
—Por suerte estamos en mx —añadió—, en el Imperio también cuesta 400, pero dólares.
—Toda una mujer de mundo esta Jack; agradécele, puto, dile luego te pago.
—¿Por qué te dicen Jack?
Nos reímos. A Carolina se le quedó ese apodo desde el examen de admisión. Como fue con pants y gafas, parecía Jack Nicholson desempleado.
—Dale gracias a Dios y ya.
Lo acompañamos con su dealer a Santa Julia. Nos quedamos un par de calles antes mientras él terminaba sus negocios. Cuando regresó le preguntó a Jack si no quería trabajar de “mula”. Ella declinó amablemente. Él dijo: «tú te lo pierdes».
Fuimos a dejarlo a su casa (esta vez sí nos vio su okaasan) y el momento anhelado por fin llegó.
—Mira, Gato, para que veas que soy compa les voy a regalar una línea, de la pura.
La cocinó en un cenicero limpio (Baxter iba en serio), machacó la piedra, separó una parte para adulterarla y le pasó el encendedor por debajo a la otra porción, luego hizo tres líneas.
Mis pupilas se dilataron al instante. Aquella speed era deluxe edition.
Nos despedimos de Baxter y de su okaasan, conteniendo la euforia, y regresamos a casa de Inés. Al volante, Jack era toda una Schumacher.
Ya en casa de Inés pisteamos como bestias. Los demás nos miraban con ojos de franco susto cuando vieron que después de ocho hidalgos no nos tumbaba nadie (un aplauso para el speed, por favor). Luego llegaron más amigas y entre ellas vi un delicado pedazo de carroña, me recordaba muchísimo a Orri. La puse a marinar un rato y la convencí de irnos al cuarto de Inés.
El manoseo empezó bien, pero el speed es caprichoso. Cada vez que iba a ensartar recobraba lucidez; y venía acompañada de un insoportable dolor de cabeza. Aquellas intermitencias me pusieron sentimental. Empecé a jadear y a revolver los cajones para cortarme con algo.
La zorra me miraba, al principio pasmada y después aburrida, estaba muy ebria, cabeceaba. Me daba mi cuerda y me pedía una negra tras otra. Como no encontré ni un puto cortaúñas empecé a desesperarme. Abrí los ojos como nunca y ella notó toda aquella euforia. Hasta ese momento se asustó. Regresé a la cama y le abrí las piernas. No quiso. Le pedí disculpas y esperé, en algún momento bajaría la guardia.
El ruido de su cuerpo al impactar contra la pared se perdió entre la música de la planta baja. Cuando iba a soltarle el primer puñetazo, como un espejismo, vi un par de homúnculos sentados en el tocador: uno con su toga blanca; el otro con su barril y su linterna. Me quedé inmóvil. Ellos no dijeron nada. Se desvanecieron. En ese momento el efecto del speed se apagó de golpe y mi cabeza empezó a punzar como un dedo machucado.
Volteé a ver a la zorra; seguía junto a la pared sin dejar de mirarme. Me acerqué despacio, lamí la sangre de su boca. Me disculpé, esta vez sinceramente, y ella se puso en cuatro. Empezamos a coger.
—Ahora pégame en el estómago —dijo a medio palo; fue cuando noté que su cuerpor estaba lleno de moretones.
Pfff. Tardé mucho en venirme. La cabeza seguía punzando. Cuando terminamos cayó dormida. La acosté en la cama; antes de taparla vi su coño detenidamente. Rosado. Me acordé de Mutsumi-chan y como me sentí más triste regresé a la planta baja.
Más tarde regresé a la alcoba, con la determinación de follar otra vez a aquel bulto dormido. Mi energía estaba disparada. La vi. Le abrí el coño. No pude hacerlo.
Los tres días siguientes fueron un infierno. No pude localizar a ninguno de mis dealers y tuve que rechinar los dientes durante cada segundo del hangover.
Fue hasta el día siguiente, ya menos tembloroso, cuando vi por fin a Focko. Ahora se dedicaba a la compraventa de joyas. Por la noche haría una fiesta de despedida para Efreid que se iba a Cancún a trabajar en una promotora de raves.
Focko me contó sus avatares en el negocio de la joyería. Su otousan y él eran prácticamente esclavos del señor Velásquez. Como era Focko quien se encargaba de conseguir el metal, rebajaba algunas piezas y fundía toda la limadura para venderla a otras joyerías. Cada vez que ganaba dinero se ponía muy consentidor: además del chomua compró papas, Lucky Strikes, tacos al pastor y todas las ocurrencias que tuve para la velada.
Llegamos al taller y afuera ya esperaban Crog y Efreid. Comenzamos a beber y a contar chistes. A Efreid y a mí nos gustaban los juegos de palabras, y aquella noche estábamos particularmente simplones. Luego de media hora de estupideces empezamos a contar anécdotas. Empezamos con la nostalgia de Ikari: Vendetta, Virgin, Wikiproject; nadie tocó el tema de Monument. No habíamos pensado en eso. Luego de los bombazos suspendimos todo proyecto, abandonamos Ikari de manera no oficial.
Rompí el hielo con la anécdota de la grapa de Baxter. Crog platicó de algunas conquistas en las serenatas y Focko nos entretuvo contanto un plan detallado para asaltar la joyería de Velázquez. La noche se la llevó Efreid; empezó a contar historias de un vato a quien apodaban “el Ano”. El Ano decía que tenía el intestino grueso más grueso, que estaba malo de los páncreas y, en lugar de bulldog, decía bulldoxer.
—El otro día me contó que ya tenía vaina: «Estábamos echando brinco y me dice: “dime perra” y le dije “pus, a ver, ladra”». Y un día, nooo, estaba pedísimo, se empezó a sentir mal, quería vomitar y no sabía cómo. Le digo: «Apóyate en la pared y dale». «Ya, Chulton, no puedo». «Métete el dedo”. Y se lo metió en el culo. Ja ja ja. «No, buey, en la garganta». Y se metió el mismo dedo.
—Salud.
—Ahora tú, Neko, otra.
Me acordé de una de las que contaba don Fénix y me entró nostalgia.
—Había un querreque, era así como el Ano nomás que éste era profesor de música y educación física en un conafe. Echaba los exámenes al aire y decía «los que caigan en el escritorio tienen diez, los demás, cinco».
—Igual que en la ulcera.
—Jaja. Algo así. Debe ser otra de esas leyendas pendejas. Los ponía a jugar fútbol y reprobaba a los perdedores; en educación física un día los puso a hacer ejercicios de calentamiento. «Suban la pierna derecha y quédense así», decía. Una rata disléxica se equivocó y subió la otra. El querreque, al ver el hueco más grande en la fila, gritó encabronado: «A ver, ¿Quién es el bruto que está levantando las dos piernas?»
Efreid sacó unas tracas. Y a bailar.
En algún momento sentí una mirada extraña y vi de nuevo a Sócrates y a Diógenes mudos, sentados en las copelas de fundición, sólo que esta vez tenían puestas unas máscaras de don Fénix y Mutsumi-chan.
Al verlos, una parte de mi mente hizo un esfuerzo por entristecer. Metí otra tacha bajo mi lengua. El efecto del ácido liberándose no dejó emerger aquel sentimiento. Fue una sensación extraña, parecida a un coctel de Prozac con ojorrojo.



Salí de la casa, subí el volumen de los speakers del teléfono y dos canciones de Sigur Rós empezaron a sonar. Estaría ahí al menos 25 minutos. Saqué tres cigarros de la cajetilla y comencé a fumar sin importar que Okaasan saliera en cualquier momento: el dolor siempre funcionaba como una especie de inmunidad para los caprichos y para la rabia. Vi el moño negro junto al 207 de la pared. Los cardones de la jardinera serían retirados esa misma semana. Vi la cerradura; al día siguiente algún tío o la misma Okaasan cambiarían el cerrojo para que yo ya no volviera a entrar a esa casa sin el permiso de alguno de ellos, y eso no sólo era una exclusión (a final de cuentas, aunque don Fénix siempre me trató como a un hijo, en realidad yo sólo fui un nieto) también era un símbolo de otras cosas, entre ellas: que al menos mientras viví en Agnosia no se pusieron de acuerdo en una versión definitiva sobre la herencia y el testamento; unas veces dijeron que dejó a todos la casa de la Sierra, otras veces dijeron que fue la de Agnosia; y cuando hubo reuniones familiares parecían coincidir, ante todos los nietos, en una muerte intestada.
Unos días después, en la cena de Navidad, todo se calmaría. Okaasan organizaría el concurso familiar de Karaoke, como todos los años (a pesar de la ausencia del jurado principal); además, hijos, nietos, todos narraríamos una historia, una anécdota, algo para ligarnos con su memoria.
Yo, por ejemplo, contaría su chiste favorito:
«1. Telegrama urgente para el H. Ayuntamiento de Neurotitlán de Reyes.
»Remitente: Servicio Sismológico Nacional.
»“Movimiento sísmico con epicentro en Neurotitlán. Tomar medidas preventivas.”
»2. Telegrama para el Servicio Sismológico Nacional.
»Remitente: H. Ayuntamiento de Neurotitlán de Reyes.
»“Reporte: Movimiento sísmico, reprimido. Epicentro y tres más: en la cárcel.”»
Uno de los hermanos de Okaasan tomaría la palabra de repente y diría:
—Qué grande era mi padre, mi madre se casó con un gigante y su cinturón dolía como un látigo. Alguna vez, con el rostro del cuero aún sobre mi piel, le dije: Cuando estés viejo y no puedas moverte, te pondré en una portería y patearé cañonazos hasta tirarte al suelo, así verás lo que se siente.
En la mesa se haría un silencio, se escucharían algunos sollozos, porque todos recordarían que fue él quien lo vio morir durante su guardia en el hospital.
Mientras estuvo internado, hice un par de guardias, la primera vez don Fénix se entretuvo contándome sus viejas glorias juveniles, cuando tenía su trío huasteco y tocó La Petenera por primera vez en Radio Centro; o aquella vez cuando fue al trueque en el tianguis de Neurotitlán y lo había correteado un toro; o aquella otra cuando fundó una secundaria en medio de la Sierra, a los catorce años.
Dos días antes de su partida, yo mismo hice guardia y, casi al final, me pareció impresionante como se retorcía estando inconsciente, con esa fuerza descomunal en su cuerpo de cíclope.
Las enfermeras habían suspendido la diálisis durante tres días.
A veces me siento como el único que piensa que aquella misteriosa muerte “por neumonía” fue otra negligencia; de esas a las cuales ya estábamos acostumbrados.
Otro tío, el poeta de la familia encargado de los discursos, haría sonar su copa a mitad de la mesa y añadiría con toda su vocación semiológica:
—Cuando murió mi madre, mi padre, al contrario de lo ocurrido en la mayoría de las familias, nos mantuvo unidos; aquí mismo; y es nuestra obligación continuar ese legado con nuestros hijos.
Entonces yo observaría las caras de todos, sólo para darme cuenta de algo que ya sabía: de todas las personas en la familia ninguno tenía vocación de patriarca; un poco Okaasan, un poco una prima, un poco uno de esos tíos, o alguno de sus hijos. El resto cargábamos con tantos tormentos subyacentes que nos sería imposible y, por eso, era inevitable el miedo; porque, llegado el momento, quizá nadie tendría la fuerza para evitar que por fin nos desgranáramos.
Eso vendría algunos días después, cuando todo se hubiera calmado.
Por el momento aquella muerte me dolía como todas las muertes juntas.
Di una bocanada, lleno de rabia, y lo único era ese canto repetitivo, como una navaja deslizándose lenta por la piel: Dauðalagið: canción de la muerte; Popplagið: canción popular. En unos minutos Mutsumi-chan saldría a pedirme que entrara; yo no querría, y ella se las ingeniaría para hacerme volver a la mesa, para dejar incompletas las canciones, para no acompañar con su insistencia los últimos gritos, cuando el in crescendo y los tambores tronarán en mi interior como una tormenta:
Iusai long iu sai / Ai noua nou iusai / Iusai li nou far iusou... / Dan iu-ú, dan iú da-á.
Vonleska (en el Imperio, a la usanza romana, traducen esas vocalizaciones como Hopelandic): el scat islandés de la esperanza.
Tal como preví, Mutsumi-chan apareció en la puerta; habíamos hecho una breve tregua luctuosa. No insistió tanto como yo creía, sólo me quitó el teléfono y lo apagó. Terminé la canción en mi cabeza. Antes de entrar la detuve y le dije:
—La vida es como navegar en una balsa de Greenpeace por los mares árticos: por un lado tienes un japonés hijoputa apuntándote con su arpón; por el otro, una ballena a punto de hundirte de un coletazo…
La esperanza no tiene sentido. O al menos es inexplicable. Vonleska ¿Qué esperanza podría ocultarse detrás de aquellos cantos? Toda.



Una mujer vestida de azul visitaba mis alucinaciones; su visita era breve, apenas unos segundos. Un escalofrío me paralizaba, luego desaparecía y yo despertaba.
Repetí aquella dieta de Mutsumi-chan, esta vez yo solo: un vaso de cerveza de raíz y un mendrugo de pan al amanecer, el resto del día me mantenía bebiendo Coca-Colas, café y cigarros, unas tracas, unas líneas, unos gallos.
Con el paso de los días se multiplicaron las alucinaciones: ratas, jóvenes, ancianos... Orri y Plug también estaban ahí. Me recriminaban, me insultaban, me hacían desearlas, lanzaban preguntas en un momento en el cual yo detestaba los cuestionamientos; preguntaban, preguntaban, aaarghhh, y yo despertaba.
Otras ocasiones veía a Mutsumi-chan, nítida, como si en verdad visitara mis sueños.
Un día, Baxter y yo estábamos en casa de Vacmo, su hermana se casaba y se iban a Los Ángeles. Vacmo se apuntó, no a California sino a Salt Lake City, para unas vacaciones con sus familiares. Después de muchas negras y muchas despedidas Vacmo se fue. A los tres días vino conmigo Baxter.
—Me dieron de baja de la ulcera. Mis jefes se van a encabronar.
—Y además estás gordo, vete a hacer zumba.
—En serio lo intenté. ¿Nunca te conté por qué soy tan puntual?
—¿Lo eres?, ni en cuenta.
—A los quince años quise entrar al Ejército; no me aceptaron. Pasé las pruebas físicas y las psicométricas, pero reprobé las psicológicas. Fue después de que entró en vigor la iso imperial. Siempre fui muy disciplinado.
—Aunque no te arrugas a la hora de los putazos, ¿soportarías el Big Brother?
—No lo creo, mi buen Gato, por eso me rechazaron, ¿o no?
Hicimos un silencio.
—Sabes qué, vámonos a ver a un compa, ahorita tiene un material bastante bueno y yo necesito consuelo.
Llegamos al departamento de unos amigos suyos. En todo el lugar no había más que dos colchones, una estufa y una grabadora. En la barra de la cocina había una peseta de gallo desmenuzado y unos porros listos para fumar. Nos dimos un toque y pusimos un disco de Hocico. Nos tiramos al piso y nos dejamos llevar por el vaivén de la música industrial. En mi cabeza se formaron algunas figuras. Eso sólo me había ocurrido una vez cuando escuchaba surf y me sonó a cumbia.
En algún momento del viaje se abría la puerta y yo lograba distinguir una figura azul. El miedo volvió, aquella mujer nuevamente. Me malviajé pero no pude levantarme, estuve así mucho tiempo, fue hasta que la canción Sexo bajo testosterona sonó por tercera vez cuando recobré un poco de conciencia. Agradecí como nunca la boca reseca.
Varios días después quisimos repetir. Esta vez había cotorreo en la casa. Unas amigas de Baxter preparaban la comida. Me gustó una de ellas y mientras comíamos atún con chiles en vinagre aproveché para abordarla.
—Qué rica comida —le dije—, tú te llamas…
—Ya nos presentamos, desde la otra vez…
—¿Cuándo?
—Tú eres Hugo, estabas en la alfombra el otro día.
Huevos, pensé. Me alejé de ella y estuve paseando una negra todo el rato. Media hora después Baxter propuso un juego, “El Rey pide”. Fui el primer rey, y todos mis castigos eran de prenda, para romper el hielo. A continuación ella fue la reina y como venganza por haberle dejado las chichis a la intemperie, me desvistió en cada turno y, al final, dijo: «Tu castigo será desmayarte».
—Eso es imposible —dije, en calzones.
Baxter se levantó y dijo: «Yo lo desmayo».
—Ponte en cuclillas y respira cinco veces —me ordenó. Ahora en la quinta respiración saca el aire y levántate despacio, cruza las muñecas y ponlas en tus hombros. Se puso detrás de mí y pude sentir su verga erecta. Antes de que pudiera quejarme, me levantó por la espalda y me apretó el pecho varias veces. Yo sólo vi la arista del techo mientras me dejaba vencer por aquellos apretones.
Todo era ruido, gritos y risas; luces de colores en un fondo negro sin dimensión alguna. Sentí como si hubiera estado inconsciente durante semanas, extraviado en algún limbo. Luego todo comenzó a moverse y fui arrebatado de mi placenta cósmica.
Abrí los ojos en el rincón de la habitación. Estaba mareado. Todos me observaban. Entre aquel caos logré identificar a Baxter; se masturbaba sin dejar de mirarme. Luego vi a la reina muerta de risa.
—¿Dónde estoy?
—Se norteó el Gato, y sólo se desmayó cinco minutos.
Me reí con ellos por compromiso.
Aquel encuentro con la reina no llegó nunca. Me vestí y salí del departamento.
Al llegar a casa, el Sempai me esperaba para irnos al hospital. Don Fénix había tenido un ataque y debían hacerle una diálisis urgente.



El Sempai monologaba, y yo me imaginé unos seis meses después: daría testimonio en los microbuses; el Hippie habría tomado mi vida y me habría hecho cambiar; les declamaría Juan 14:6 y pasaría la charola a los pasajeros; a cambio les regalaría un bolígrafo y un folleto de sordomudo con una profecía: De todos modos irán al infierno.
Después me imaginé como todo un caballero de Colón, recién ordenado por el mismísimo Papa, espada en mano, traje bordado en oro y encaje, paf, vertiendo azufre y plomo en los vientres de protestantes y masones. Me imaginé azotando judíos, como el vato de La naranja mecánica.
Imaginé que ellos y sólo ellos me daban una medalla por destruir el obelisco y me invitaban a los Legionarios y al Opus Dei y me regalaban dos botellas de cognac. Me imaginé como personaje de Dan Brown, con un cilicio en cada pierna y un látigo para la espalda. Luego imaginé cuando se enteraban del Cristo de Piedra y me clavaban una lanza en cada costado.
Entonces abría los ojos y ahí seguía el odioso del Sempai, haciendo un absurdo análisis coyuntural:
—Vuelan esos católicos —decía—, ¿Cómo pueden continuar una misa cuando la ciudad se viene abajo?
Ya la habían cobrado, pensé, the show must go on.
Mientras tanto traté de dimensionar sus palabras: el caos de aquella indeterminación, con grupos de derechas e izquierdas, republicanos y demócratas, confundidos y culpándose unos a otros.
—Lo malo de esto es que ya nadie pondrá atención al asesinato de Luis María.
El Sempai se refería al amigo del profesor Sebastián asesinado unas semanas antes.
—No seguirán investigando, no es justo, su asesino quedará impune, ¿Ya te conté mi sueño, el extraño ritual en el cual murió?
—Como veinte veces, Oniichan.
Y mientras él hablaba de una muchachita que había conocido justo en la misma misa de la cual se quejaba, yo pensaba en una actriz porno anónima: era igualita a Fluff y le daban una cogida anal de antología. La peli donde la vi iniciaba con un performance de Mick Blue; el dvd se cortaba al final por lo cual los créditos no aparecían. Yo estaba consternado. Quería más videos de aquella morra con acento alemán.
Al mismo tiempo pensaba en Mutsumi-chan. Única. Ninguna actriz porno se parecía a ella. Ninguna conocida, por lo menos. Ninguna con esa belleza infantil, esa elegancia.
Me acordé de su expresión altiva cuando me mandó al diablo, cuando dijo no poder seguir porque yo la asustaba. Macabra había hecho que Crog la cortara confesándole algunos de sus deslices. Morgan simplemente había alegado con Focko algo acerca de su reputación. Mutsumi-chan, luego de asunto del Ikari y de Plug, me había mandado llanamente a la chingada sin bajar las cejas en ningún momento.
Mientras, el Sempai seguía con sus teorías:
—Tiene catorce años, —decía—, está muy pequeña, ¿no?
—Cálmate, padre Maciel.
—¿Y tú qué?
—Yo soy tres años menor que el Sempai, soy consecuencia de la pedofilia, no causa.
Kaede-chan no me hablaba. No sabía nada, mas tenía una especie de contacto mental conmigo y parecía reprenderme cuando me acercaba; me miraba con rechazo y eso me hacía sentir mal.
Al mismo tiempo, en la ciudad hubo desajustes financieros y una crisis inflacionaria cubierta, como siempre, con el dinero de los contribuyentes. Ese año el ayuntamiento de Agnosia era madriguera de la ultraderecha imperial, por lo cual iniciaron la restauración de todos los monumentos, excepto del obelisco. Como era de esperarse no alcanzó el presupuesto y echaron a andar unos impuestos emergentes que incluían iva al 20 por ciento y uno llamado ict: Impuesto Contingente por Tragedia.
Cuando un huracán azota las costas del país, los demás estados, la Federación y hasta el Imperio suelen cooperar: mandan botellas de agua, fotógrafos, latas de frijoles, soldados. En el Caso Agnosia no hubo tales muestras solidarias. El Gobierno Federal argumentó algo sobre no fomentar el terrorismo: la indemnización debía recaer exclusivamente en los culpables. Pretextos, claro, aunque bien fundamentados: las sucesivas administraciones de la ciudad y del estado habían hecho tantos malos manejos con préstamos y partidas anteriores que la Federación ya no estaba dispuesta a ofrecer un centavo más para que los gobernadores y alcaldes hicieran autopistas a sus pueblos natales o siguieran adueñándose de los territorios y empresas de la región.
En la Plaza Independencia, principalmente, obreros y bomberos continuaban sacando cuerpos de los escombros, ya sin esperanzas, porque el tiempo para rescatar a los posibles sobrevivientes había terminado una semana antes.
Yo miré el rostro del Sempai, aún con gasas y costuras, esbozando aquella sonrisa mientras suspiraba: «Conchita». Así se llamaba la rorra. Me sentí feliz por él. El Sempai estaba enamorado. Yo también. Y ninguno tenía a su chica.
Fue la primera vez que sonreí en semanas.



Durante todo este tiempo he pasado totalmente por alto dos hechos:
1. Alguna vez me encontraron una piedra de cuatro centímetros en la vesícula.
Y 2. Mi mayor placer era (es) ver que los días avanzaran rápido.
Eso me convertía en un anticuado. Me explico:
Mi generación tuvo pocos iracundos y muchos hedonistas. Cuando le preguntabas a Tongo, a Baxter, o a cualquier inmortal «¿Cómo estás?», ellos respondían: «De lujo». Tal vez era mentira. Tal vez se sentían igual de podridos por dentro, pero mostrar esa podredumbre no era lo usual.
Y tenía sentido: según la onu, una tercera parte del planeta estaba encabronada o deprimida; una enfermedad mental era lo más lógico en un mundo que logró convertir en gripas los males que en otras décadas aniquilaban a países enteros, había un vacío de poder.
En aquel contexto, ser feliz o aparentarlo era en sí mismo un acto de rebeldía, puro avant garde. Yo mismo profesé esa religión toda mi edad inmortal.
Claro, eso fue antes de enterarme de la piedra. Durante esos dos o tres meses, aquel inquilino de calcio se convirtió en una especie de estigma, revelaba como ningún otro signo, carta astral o test el estado de mi neurofisiología.
Okaasan, quien a veces se recordaba su condición materna, con toda la seguridad otorgada por mis radiografías me lo dijo una vez:
«Deja de pelear. Deja de maldecir. Disfruta tu vida.»
Ella creía que yo lo hacía en su contra, o en contra de Otousan, de Kaede-chan y del Sempai. La verdad yo simplemente me sentía como un hombre de otra época. Deseaba que los días avanzaran rápido y las personas permanecieran cerca durante poco tiempo. O mejor: que estuvieran totalmente alejadas.
Eso no era ninguna garantía. No me agradarían más sólo porque estuvieran lejos: perdí muchas amistades por desidia, simplemente porque dije: después.
Después después después.
Una médium de Ilhuicatépetl poseída por el espíritu de un cirujano decimonónico me sacó la piedra usando sólo sus manos mientras entonaba oraciones a una deidad desconocida. Me llevó el profesor Sebastián, harto de oír mis quejas en el taller.
Okaasan y Otousan nunca lo supieron; ellos sólo llevaron a la basílica un exvoto con mis radiografías de antes y después decoradas con foami, papel crepé y otras manualidades.
Tuve ganas de volver con la médium para sacar de mis pulmones la mierda acumulada por años de tabaquismo, como Constantin, pero supuse que aquello era karma, a diferencia de la piedra, y no funcionaría.
Alguna vez volví a Agnosia, sabes; el señor Daft estaba muriendo de cáncer y Mutsumi-chan me convenció de visitarlo una última vez.
Estando en aquella casa llena de recuerdos desdibujados, ante esas personas que en algún tiempo me inspiraban tanto odio y que ahora me hacían sentir como si fueran mi única familia, pensé en todo lo vivido.
Todavía me quedaba vida para hacer una nueva piedra.
Mutsumi-chan me preguntó si no deseaba ir a casa a saludar, sin ninguna explicación, simplemente para darle un abrazo al Sempai o a Kaede-chan y preguntar por Otousan y Okaasan; simplemente para escuchar aquello que ya sabía: ellos se habían ido un par de años atrás y yo ni siquiera mandé una puta tarjeta.
Por eso decliné la sugerencia de Mutsumi-chan; debíamos irnos pronto. El Sempai y Kaede-chan estarían bien y yo prefería que las personas y los días avanzaran rápido.
Ese mismo apetito por la disgregación me hizo alejarme hasta de mis muertos pues, luego de algún tiempo, ni a ellos me gusta visitar en el cementerio.


I've got the spirit, but lose the feeling
Joy Division

  
Una línea de mi vida, desperdiciada.