Ok, lo siguiente no puedo afirmar si fue un sueño o un recuerdo, el contexto fue verídico, no sé si la anécdota lo sea; el caso es que un año después de irme de Agnosia me encontré a Baxter en el Chilango. Estuvimos platicando de Plug y Mutsumi-chan. Plug, desaparecida desde noviembre, había sido vista nuevamente en compañía de algunos políticos de la nueva administración, convertida, por lo visto, en una escort de lujo. No quise detenerme mucho en el tema. Aquella tarde también me confesó algo que yo ya sabía; a él siempre le gustó Mutsumi-chan, desde que ella era novia de la Marrana; y, por una asociación extraña en su cabeza, la odiaba también.
Platicamos durante poco tiempo, veinte minutos quizá, en un parque cerca de Ciudad Universitaria y, cuando nos despedimos, fue claro que no volveríamos a vernos.
Durante unos momentos, la charla nos llevó a los viejos temas: drogas y rock; hablamos también de animación japonesa, Baxter nunca pudo entender su encanto.
Luego de la despedida me di cuenta de que todos mis animés favoritos tenían algo en común.
En Blood+, los personajes son vampiros, se atraviesan con cuchillos y espadas y se arrancan partes del cuerpo, solo pueden morir decapitados o con la sangre de la reina quiróptera rival.
En Full Metal Alchemist los homúnculos son inmortales, incluso podías arrancarles la cabeza y les crecería una nueva, sólo necesitarían un poco de piedra filosofal para reponerse. Se suponía que los homúnculos, seres sin alma, eran el resultado de una transmutación prohibida: cuando un alquimista intentaba utilizar elementos básicos (carbono, hidrógeno, oxígeno, nitrógeno, azufre, fósforo y unas gotas de sangre) para resucitar a una persona. El resultado eran esas criaturas, humanas a medias, inmortales. Únicamente podían morir cerca de los restos del cuerpo que les dio origen.
En Cowboy Bebop ninguno es inmortal pero los personajes se llenan de plomo y como si nada. En Dai No Daiboken, los seis generales del Ejército del Mal mueren derrotados por Dai y siempre vuelven a la vida. En Dragon Ball los personajes mueren una y otra vez y siempre encuentran la forma de revivir. Los enemigos, en cambio, son inmortales, los cortan, amputan, decapitan y reducen a partículas, ellos se reintegran y continúan peleando. Nunca queda claro, ni con Cell ni con Majin Bu, cuándo se ha cruzado el punto sin retorno de su destrucción definitiva. Hasta Kentaro, en Love Hina, tiene los hps altísimos, puede salir volando por una patada y desaparecer en el cielo sin sufrir más que un leve sangrado nasal.
Eso me llevó a pensar en toda la violencia gratuita y “sin consecuencias” que vivimos con el Proyecto Ikari durante un año. No era posible que entre tanta estupidez fuéramos inmortales. No lo éramos y lo sabíamos. De todos modos nos portábamos como personajes de animé, y lo hacíamos justo porque estábamos conscientes de nuestra finitud, de esa filosofía rockera de “arder y desaparecer” en lugar de “consumirse lentamente”. Era una forma de retar al destino, de esquivarlo hasta donde nos alcanzaran las fuerzas. Los adultos nunca han comprendido eso, lo comprenden mientras son inmortales, luego crecen y lo olvidan. Por eso creen que la vida de un joven está rodeada de un aura de irrealidad e hipérbole, de inverosimilitud. Para mí eran de lo más normal esas exageraciones y mentiras sobre el sexo y la violencia, del mismo modo en que son verdaderas las historias contadas por los ancianos. Todos mentimos. La diferencia está los grados de elegancia empleados. Baxter y yo, y todos los demás, éramos personajes de animé: inmortales. Al menos durante la adolescencia. Nuestro cuerpo era parte íntegra a nuestra identidad ¿Hay mayor inmortalidad que esa?
Después de nuestra diáspora fue distinto.
Antes de vivir en el Sur, Mutsumi-chan y yo estuvimos una temporada en el Chilango. Después de inventarnos nuevas vidas en Santo Domingo, alquilamos un cuarto cerca de Copilco.
Mutsumi-chan terminaba la preparatoria abierta en una escuela patito para entrar a la carrera de Biología y yo había trabajado un año como asistente en una clínica de psiquiatría.
Me encargaba de operar la computadora con la cual se aplicaban terapias de neurofeedback a ratas con tda e hiperkinéticos. El trabajo era sencillo y, en la mayoría de los casos, inútil: les insertaba un par de cátodos en el cerebro y trabajaba con sus frecuencias cerebrales para calmar sus ímpetus; si hubiera trabajado en lo mismo un siglo antes hubiera bastado cortar una sección del lóbulo frontal para convertir a esas criaturas en santos. Ah, los tiempos nuevos. Esas terapias eran el último recurso para los padres quienes, aún cuando atascaban a sus hijos de metilfenidato, estos no mostraban progreso alguno.
Trabajé en ese lugar para subsistir y, un poco, por amor al arte, por curiosidad. No por las ratas. Era una curiosidad por mí; retardada, eso sí. Hay drogas y pastillas que definen a cada época y la de mi generación fue el Ritalín, igual que para mis padres fue el Prozac y para mis abuelos la penicilina. Yo quería entender todo aquello antes de retomar mis estudios.
A mí, aquella ciudad me asqueaba, aún me asquea, y mientras decidíamos qué hacer de nuestras vidas nos inscribimos en la unam. Yo abandoné por un tiempo mis ideas de estudiar neurociencias y fui a pedir informes para el examen de filosofía y letras. Me llevé una gran sorpresa porque el día de la inscripción vi de lejos a Baxter, subiendo al camión de cu. Al principio sentí algo de coraje porque su relación secreta con Plug me hacía sentir traicionado aún. Luego me calmé y se sobrepuso mi alegría de ver una cara conocida entre aquellas personas llenas de poses.
Aquella noche estaba alegre, me conecté a internet y encontré a Baxter en el Messenger con uno de sus viejos nicknames, Stockman, como el doctor mosca de las Tortugas Ninja.
Nos saludamos como siempre y esta vez no hicimos las típicas bromas acerca de mi virginidad y de su okaasan. Había ido a la facultad también. Mencioné que nos viéramos al día siguiente.
La última vez que lo vi fue en Agnosia, unas semanas antes de irnos. Mutsumi-chan y yo caminábamos por Guerrero y lo vimos con el cabello corto y el rostro bien rasurado, no vestía ropa de terciopelo negro ni le coqueteaba a cada vampiro que cruzaba caminando, llevaba un atuendo ortodoxo: pantalón de gabardina y camisa a cuadros. Al saludarnos me abrazó emocionado y dijo:
—Me aceptaron en el Ejército, finalmente pasé las pruebas psicológicas, mi estimado Neko, ahora necesito fuerza, porque el Big Brother está cabrón.
—Ps ya sabes, de frente al miedo y di: ¿Cuál es tu pedo, miedo?
—Ándale, Gato, felicítame, dame un beso.
Reímos. Él volteó hacia el piso y, al ver las líneas de la banqueta, miró a Mutsumi-chan y añadió:
—Mira, ahorita tu novio está allí y yo acá, él en lo que se debe hacer y yo en lo que no se debe. Un día —y se pasó de mi lado de la línea— yo también veré las cosas desde acá, mientras le agarro una nalga… y el Gato que ha sido como un padrastro estará orgulloso de mí.
—Y compraremos chomua y lo prepararemos con Kool Aid sabor místico.
—La próxima vez que me veas me dirás “Corporal Baxter”.
Aquel parecía un final feliz para él. Por eso me pareció muy extraño encontrarlo en la unam tratando de entrar a filosofía. Aquel no era su sueño.
Al día siguiente me enteré del motivo. Como llegué tarde y no logré inscribirme, me quedé un rato viendo los discos y libros de los puestos del pasillo. Subí al edificio de la facultad y me quedé mirando desde las escaleras hacia una de las plazas. Lo vi venir a lo lejos, con el cabello largo y envuelto en una gabardina negra. Cuando lo miraban todos se hacían a un lado. Hicimos contacto visual y lo esperé en el mismo sitio.
Unos minutos después llegó conmigo y aquí todo se confunde, sueño y recuerdo, porque iba desnudo. Sólo vestía su gabardina de terciopelo, raída y cubierta de un polvo rancio, y sus viejas botas militares.
Contuve mi impresión; él se dio cuenta. Tenía la verga flácida y de fuera, su glande dentro del prepucio colgaba como una bola, al rojo vivo. Antes de que pudiera preguntarle por qué iba así, un viento ligero le echó la gabardina para atrás y él empezó a rascarse las llagas de la cadera. Luego me miró y dijo:
—Disfruta la clase, a mí no me dejaron inscribirme, te iba a decir desde anoche.
Él, aún impasible y ya sin esa expresión inocente que tenía cuando nos conocimos en la secundaria, me miró como si creyera que lo estaba juzgando.
—Yo no tengo la culpa —dijo, sin dejar de rascarse.
—¿Tus papás ya saben?
—Para ellos sigo en Santa Lucía.
No respondí. Contuve con todas mis fuerzas el asco, el miedo, y lo abracé. Titubeé. Él lo notó y no le dio importancia. Lo abracé por poco tiempo, segundos o fracciones, y al soltarlo me sentía como alcanzado por su peste. Aunque sabía que aquella enfermedad no se transmite así, deseaba salir corriendo, arrojarme desde el barandal.
Me puse en cuclillas, le até la gabardina con los jirones que otrora eran un cinturón (él esbozó una sonrisa cuando vio, por primera vez, mis manos muy cerca de su verga) y nos fuimos del campus.

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