Otousan y Okaasan no estaban en casa y Kaede-chan sí. No les puse mucha atención cuando dijeron: «Te dejamos a la niña, vamos al dominó».
El Sempai tampoco estaba. La noche anterior se había robado una peseta de gallo de mi cuarto. Okaasan lo había descubierto en la mañana y él se había ido muerto de vergüenza.
Estuve caminando en la sala sin decidirme. Los fbis llegarían en cualquier momento. Debía salir rápido y Kaede-chan era como un ancla.
La tomé en mis brazos y me fui de la casa. Llevaba un poco de dinero que tomé de uno de los escondites de Otousan.
Fui a la oficina de Focko. Estaba a punto de irse y, mientras empacaba, discutía a gritos con Morgan. Cuando dejaron de hablarse me acerqué y le pedí algo de dinero discretamente. Me lo dio a regañadientes mientras Morgan lo fulminaba con la vista.
Fue el propio Morgan quien me dio el dinero y, de inmediato, salió de la habitación. Focko dijo que le dejaba el negocio, con eso sobreviviría mientras se le ocurría algo.
—¿Confías en él? —pregunté.
—No me queda de otra.
Kaede-chan y yo salimos de la oficina.
Llamé a Mutsumi-chan y le dije que nos veríamos en el estacionamiento de su casa a las cinco de la tarde del día siguiente, le pedí no le dijera a nadie.
«¿Estás bien?», interrogó.
—Debo resolver unos pendientes.
«¿Necesitas algo?»
—Si puedes, las llaves de la Changa.
Estuve vagando un rato, con Kaede-chan en mis brazos, pensando qué podía hacer. Baxter ya no estaba en la ciudad, Tongo y Fili seguro no lo entenderían. Y el Sempai parecía tragado por la misma tierra.
La única persona a quien se me ocurrió visitar fue Jack, fui directo a su casa. Panda estaba con ella. Le pedí que cuidara a Kaede-chan mientras Jack y yo salíamos.
Fuimos a un Walmart a comprar un rollo de hilo de nylon y otro de metal, un pasamontañas, trapos y unos guantes de látex. Cuando salimos ya nos había anochecido y fuimos directamente al Centro.
Jack se estacionó cerca de la Kame House, la tienda donde compraba el animé, y esperamos ahí hasta que la actividad en las calles disminuyó casi totalmente. Salí del auto; ella me esperaría.
A eso de las diez de la noche llegó el señor Velásquez a la joyería matriz en Guerrero. Si recordaba bien una vieja charla con Focko, la joyería tenía cortina metálica que daba a la calle, una entrada de cristal y una puerta junto al mostrador. La alarma era manual. Entre Velásquez y otros dos contaban las ganancias del día y guardaban las joyas en la caja fuerte; según Focko, el botón de la alarma y la pistola cargada se encontraban detrás de la puerta. La fisura en aquel sistema era la puerta, se quedaba abierta unos segundos mientras guardaban las joyas. Bastaba con cerrar la entrada de cristal para aislar el ruido. El resto sería un albur para ver quién tomaba el arma más rápido, después de eso no había marcha atrás.
Me puse el pasamontañas y los guantes.
La cortina metálica permaneció abierta mientras los tres hombres se metían a la bodega con el dinero de la caja registradora. Entré con cuidado y me acerqué a la puerta. Uno de los trabajadores me vio; cuando se repuso del susto yo ya lo tenía encañonado. Sin dejar de apuntarle caminé de espaldas y cerré la puerta de cristal. Le dije que se echara al piso. Otros dos salieron de la bodega, al ver la situación imitaron al primer rehén.
Le arrojé el rollo de nylon al más asustado.
—Amárralos. Si hacen ruido, les abro la garganta —amenacé, impostando la voz.
Velásquez y el otro empleado pusieron las manos en sus espaldas. El muchacho amarró sus muñecas.
—Dale más vueltas.
Lo hizo de mala gana hasta que la piel alrededor del hilo se enrojeció.
—Más.
El muchacho temblaba. Finalmente me convenció.
—Ahora híncate tú y sostén un cabo.
—¿Un qué?
—La punta, pendejo, la punta del hilo —le puse el cañón en el cabello—, y cuidado se te ocurra algo.
Con la mano libre le di vueltas, muchas vueltas. Dudaba cuando sería suficiente. Solté la pistola un momento e hice el nudo. Al terminar les ordené meterse a la bodega y, ya adentro, que se pusieran de espaldas y se arrodillaran. Los tres hombres formaron una especie de flor de loto.
Velásquez no se callaba.
—No sabes para quienes trabajo, Rififi, te va a llevar la chingada.
Le di un culatazo en el hocico.
Los amordacé con los trapos. Junté sus nucas y con el hilo metálico le di algunas vueltas a sus cuellos. Pocas vueltas, esta vez. Si se les ocurría moverse se rebanarían la cabeza ellos solos.
Tomé mi mochila y metí el dinero de la caja registradora así como varias joyas genéricas que estaban en los cajones abiertos.
—¿Las llaves?
Velásquez señaló a su izquierda con los ojos. Las saqué de su pantalón y me las eché a la bolsa.
Salí al mostrador y cerré la bodega. Me quité el pasamontañas y lo guardé junto con la pistola, tomé el candado, salí y cerré la cortina metálica. Arrojé las llaves en la maceta a la entrada de un restaurante adyacente.
Caminé hacia el Tzócalo mientras me quitaba los guantes y justo cuando di la vuelta para volver a la Kame House pasó una camioneta llena de fbis con las torretas encendidas. Me esforcé en ignorarla y en no temblar. Seguí caminando.
Más patrullas pasaron en sus diversos e inútiles menesteres. La Dirección de Seguridad Pública estaba a una cuadra del Tzócalo, nunca vigilaban las zonas frente a sus narices.
Subí al automóvil de Jack y di un suspiró largo.
—¿Ahora a dónde, Neko?
—Kaede.

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