Después de ir al motel con Mutsumi-chan, me sentía como una bomba que borra del mapa un cementerio lleno de zombis. Antes de eso había intentado reflexionar un poco, sin embargo estaba hueco, permanecía todo el tiempo con la mente en blanco, o me distraía fácilmente recordando algún performance particularmente cachondo de algún video porno.
Deseaba reformarme, en verdad, pero entre el porno, el animé y los malos recuerdos se había formado una vocecita en mi cabeza, una especie de “white noise” que no me dejaba escuchar otra cosa. Vivía hacia atrás y eso empezaba a preocuparme.
No escuchaba aquella voz desde que era rata. No estaba loco entonces, es sólo que desde que dejaron de medicarme cuando salí de la primaria mi vida se había vuelto más difícil, porque ya no era una pastilla la encargada de determinar mi personalidad.
Cuando ocurrió, Okaasan y Otousan estaban muy felices: «Por fin se calmó», y era cierto, ya no tenía sentido correr todo el día encima de las mesas, aventarle piedras a los profesores y correr detrás de mis compañeros empuñando las tijeras del jardinero, ya no tenía sentido bailar como Michel Jackson en clase, ni enterrar lápices en los brazos de las morras que me gustaban. Tampoco tenía sentido seguir vendiendo porno a escondidas, bajo portadas de películas de Pixar.
Al mismo tiempo, una parte de aquella condición, es decir, esas secciones del cerebro que con o sin pastillas se quedan cruzadas el resto de la vida, seguía latiendo. Era mi elección escuchar o no las directivas de esa voz caótica y, quizá por eso, cuando empecé a leer en serio los Diálogos de Platón, le fui dando nombre y rostro a su contraparte, mi conciencia moral: el pequeño Sócrates. Fue así como la vocecita dejó de tener poder. El pequeño Sócrates se encargó de callarla.
El problema ahora era justamente que los homúnculos se habían callado en los últimos meses y las únicas voces que escuchaba eran la mía y la de mi inconsciente.
White noise. Y una vida sin súper ego, gobernada por el id, siempre es un peligro serio.
Mutsumi-chan comenzó a ser esa voz ausente. Desde el momento que volvimos a juntarnos sus palabras se volvieron fuente de la moral extraviada en el camino.
Poco a poco dejaba de tener las pesadillas con mujeres azules, y zombis persiguiéndome en las ruinas de la Torre del Reloj, y videojuegos en los cuales siempre era derrotado en el mismo punto, como un loop permanente. Poco a poco se iban borrando algunos de los malos recuerdos y Mutsumi-chan parecía la clave en todo aquel proceso.
En aquellos días de calma, el Papa visitó el Chilango. Además de hablar de los matrimonios gays, la legalización del aborto y su agenda habitual, hizo algunos comentarios breves sobre la Virgen del Bosque y el Cristo de Piedra. Incluso hizo algunas declaraciones sobre aquel amigo muerto del Sempai, y sobre una investigación histórica acerca de un beato apócrifo realizada en la Facultad de Humanidades de la ulcera, en la cual, por cierto, participaba el profesor Sebastián. Nunca antes le habían dedicado tanta importancia a Agnosia y se sentía bien todo aquello. La ciudad era un suceso y más: una cátedra deontológica.
Salvo por algunos incidentes, mi vida era bastante pasiva.
Por ejemplo, un día el Sempai llegó pacheco; su novia había estado hablando toda la tarde a la casa y me tenía harto. Cuando lo escuché abrir la puerta alcancé a decirle:
—Háblale a Concha.
Esas eran mis preocupaciones.
Con Mutsumi-chan no era tan sencillo. Además del problema que implica superar una infidelidad, a algunas personas se les había metido la idea de que no debíamos estar juntos. Morgan y Macabra seguían inventando rumores. Varios compas nos ponían cara fea. Incluso Jack y Babe me abrazaban cuando ella estaba cerca para encelarla.
Con Crog hecho un señor, Focko como emprendedor y Baxter refundido en alguna base militar, mis únicos amigos eran Tongo, Fili, el Sempai…
Para muchas personas Mutsumi-chan siempre tuvo la sangre pesada; Tongo la odiaba; en cambio a Fili y al Sempai les gustaba cotorrear con ella.
Con el paso de los días mis mayores placeres se volvieron los cafés con ellos, y algunas extravagancias: lavarme las manos, escupir en el pisal del parque Ben Gurión, tomar yogurt, volver a mis animés favoritos.
El resto del tiempo me robaba los libros del Sempai o me quedaba viendo la televisión. Las noticias de aquellos días ya nos hablaban del fin del mundo: delfines y ballenas arrojándose contra las costas; extraños movimientos migratorios; turismo masivo en las ruinas mayas. Así se me fueron tres meses.
Una tarde estaba aburrido y se me ocurrió entrar a la web del Proyecto Ikari. En esos momentos todas las instalaciones terroristas se habían vuelto algo lejano.
Al abrir la página pude ver esos logotipos sobrios diseñados el verano anterior, apenas unas letras desgarradas sobre un fondo blanco, rojo y negro, estilo zen:
Eché un vistazo nostálgico a la enorme V que enmarcaba una parte del mapa satelital de Agnosia. Leí velozmente algunos de los artículos falsos que había escrito durante año y medio. Miré la flor blanca en el hueco de la peña. Miré esas fotos panorámicas tomadas tras la caída de los monumentos.
Leí las justificaciones, meses antes las creía artísticas, ahora me parecían un montón de filosofías absurdas y mal escritas. La escritura es un acto de rencor. La mayoría de las veces creemos que escribimos acerca de algo. En realidad escribimos en contra. Ningún arte había en aquello y eso me pesaba.
Cuando volví a la página de inicio vi un botón solitario debajo de Monument.
Betrayal
El botón de la demolición.
Vistas con cierta perspectiva, aquellas palabras formaban una torre de seis pisos. Monument era la planta baja y Vendetta la cima. En los cimientos estaba Betrayal, una especie de planta oculta, un botón solitario con un enlace inexplorado.
Cuando programé la web de Ikari puse un contador que publicaría la página en la media noche del equinoccio de primavera. A partir de ese momento todos podrían verlo. Betrayal era el botón que borraba el proyecto, aunque no era su intención inicial. La idea original no tenía un sentido claro. Ikari se componía de una serie de fragmentos que intentaban armar un cuadro conceptual, una crítica generacional a final de cuentas mal lograda. Al principio deseaba consumar siete instalaciones. Monument se había salido de control y, con ese caos, cayó también todo el concepto guía; todos nos desentendimos de ella de inmediato. Por eso mientras estuve confinado en mi alcoba a finales de noviembre programé una instrucción adicional en el séptimo botón, lo había hecho sin avisar a los demás; cualquiera que entrara y presionara Betrayal borraría aquella memoria funesta, tal vez sin enterarse, y nuestras vidas podrían continuar. A pesar de ello quedaba el asunto de la página espejo, el respaldo del proyecto en caso de que hackearan el sitio.
Sólo podíamos entrar tres usuarios autentificados. Que la web siguiera ahí demostraba que Focko y Crog tampoco habían accedido en mucho tiempo.
Permanecí unos segundos mirando.
Puse el cursor encima.
Rodeé sus contornos.
El botón de la demolición.
No me atreví a pulsarlo.
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