Días después, el pequeño Sócrates se había callado, llevaba días sin decirme nada, ni Diógenes ni Tatiana ni Andrés Puente.
En mi interior sólo había silencios rebotando en las paredes.
Desesperado, me arrojé a pisotear la hierba de los baldíos y los maizales en busca de una conciencia nueva.
Carolina así consiguió la suya.
De nada te sirve —me advirtió cuando le enseñé, sobre mi hombro, una que encontré, y que hubiera escapado de un salto si no le arranco sus patitas violinistas.
¿Por qué, Jack?
Porque los grillos son como Dios: les hablas y no te contestan.



Otousama y Okaasama ya desayunaban aquel sábado cuando me vieron entrar a la casa, me miraron sin decir nada y siguieron masticando sus chilaquiles en compañía del Sempai. Cuando terminaron, se fueron sin hablarme y el Sempai, sintiendo algo de compasión, me pidió que les explicara.
Más tarde me acorralaron en la sala y me dijeron que su casa no era motel de paso. Si tanto me gustaba dormir fuera sin avisarles, de una vez podía empacar mis cosas y mudarme a algún parque, o bajo un puente, o de plano a la Mutsumi Hall.
Hasta ese momento ellos no sabían nada de Plug, tampoco sabían que esa noche había encontrado aquella rata bajo su cama, ni que la había dejado con el cable de la plancha en el pescuezo.
Habían llamado muy temprano a Mutsumi-chan para preguntarle por qué diablos no me dejaba llegar a mi casa cuatro o cinco veces por semana. El señor Daft le había contestado que la suya era una casa decente y que mis hábitos no tenían relación con ellos o con Mutsumi-chan. Ambos padres se apalabraron por teléfono y mi teatro por fin se cayó.
Varios días después fui a ver a Mutsumi-chan. Casi era diciembre y yo había permanecido todo ese tiempo encerrado en mi cuarto, comiendo Toreadas Habanero y empedándome con un cognac robado de la casa de Licona cuando fue su cumpleaños o el de mi primo.
Había estado encerrado, jugando Chrono Trigger o alguna secuela de Final Fantasy en el emulador de Supernintendo y bajando videoescándalos de la esfínternet: como la misteriosa verga que se clavaba a Noelia, la nightcam en la cual se adivinaba el perfil del culo de Paris Hilton, jalándomela entre misión y misión, bastante ebrio y comiendo papitas.
Me costó mucho trabajo salir de la cama.
Fue Fili quien me explicó, cuando hablé con él por teléfono, que la rata con mi foto era un sortilegio poderosísimo: «Un horrocrux, Sayayín, como los de Harry Potter» con el cual me había arrancado un pedazo de alma; quizá por eso yo estaba tan enculado, me dijo, por eso sentía que la extrañaba tanto, aunque en realidad no fuera así, y cometí un error tremendo dejándolo en donde estaba porque ella seguiría manejando mis hilos hasta hacerme volver.
Yo no le creí. «El alma no existe», le dije, «existe la neurofisiología». Aún así me costó mucho salir tras los días de autoconfinamiento, vestirme decentemente y visitar a Mutsumi-chan. Ella merecía una explicación; yo no tenía nada para decirle. En verdad nada.
Me recibieron el señor Daft y la señora Punk, con bastante recelo. Morgan y Alquimia no me hablaban y Macabra seguía sumergida en sus propios problemas con Crog como para interesarse por mi presencia.
Aquel fue un silencio largo. Muy largo. Casi ni miré a Mutsumi-chan aunque adivinaba sus lágrimas debajo del cabello.
Para colmo, antes de mi primer día de encierro tuve la ocurrencia de pasar frente a la casa de Plug, por nostalgia, supongo, y algún conocido de Mutsumi-chan me vio en ese momento y fue a contarle:
«Magali, vimos a Hugo así y asá, hace como una semana, caminando por la Aquiles.»
Incapaces de hablar en la sala, salimos a caminar al centro, cerca de su casa, primero a Guerrero, luego a Niños Héroes y, finalmente, a un café frente a la Plaza Independencia. Cuando terminamos fuimos hacia el asta bandera de la plaza y miramos el hueco lleno de escombros donde unas semanas antes la Torre del Reloj aún daba la hora.
Te pasaste —interrumpió de pronto. Sebastián estaba aquí, frente al kiosco, de milagro no le reventaste la cabeza.
No dije nada.
Y mi casa —continuó unos minutos después—, la azotea sigue llena de polvo, de piedras, por suerte no rompieron el techo. Esa idiotez de Ikari fue muy lejos. Pensé que acabaría con los las fotos de mis compañeras, o con la bomba en las Ventanas. Nunca te creí capaz de llegar hasta este punto.
Continué callado.
Y esa puta…
Mutsumi-chan se alejó.
Me quedé plantado en el mismo sitio, angustiado, sin pensar en nada concreto, con una mezcla de ira y frustración palpitando en mis puños.
Unos minutos después ella volvió. Respiraba profundamente, como si intentara calmarse.
¿Por qué no fuiste por mí ahorita que me aleje? No te importo ¿verdad?, siempre soy yo, siempre yo la pendeja que regresa. Tú no eres capaz de mover un dedo, no fuera alguna de tus putas porque ahí sí, ¿verdad?
Seguí callado, con ella era así cuando se enojaba: malo si lo hacía, malo si no lo hacía.
Dime algo, carajo, odio cuando te quedas callado.
No lo hice. Traté de abrazarla y me alejó manoteando. Le ofrecí disculpas, era lo único que me salía con sinceridad. Mi enojo empezaba a ser visible.
Por qué no te disculpas con tu hermano, eh, con el profesor Sebastián, con Kikis, con cada una de las personas a las que les jodiste la vida.
No puedo, Rocky. No me nace. Me da vergüenza, supongo.
Vergüenza te falta, siempre hablando de tu Aristóteles de bolsillo…
Sócrates, corregí.
¡Me vale madre!, Hugo, me vale madre… Al menos no le dijiste nada a la clamidia, no supo que tú fuiste ¿verdad?
Me quedé callado. Mutsumi-chan se apretó la cabeza con las manos:
No es posible que seas tan pendejo.
Bajé la cabeza, me enterré la uñas en la cara y sentí algo dentro de mí partiéndose un poco más cada vez que ella insistía en hacerme hablar.
Tuve ganas de golpear algo, no a ella sino cualquier cosa, una pared o yo mismo.
Apreté los labios y de mis ojos, como cuando exprimes descuidadamente un limón, salieron algunas partículas disparadas en todas direcciones; parecían venir de aquella opresión en el esófago. Mutsumi-chan lo notó y se alejó un poco, como si tuviera miedo de recibir un golpe.
Ella, como yo, sabía que ya no había más.
La fui a dejar a su casa y regresé a la mía para ver si ya había bajado ese video en el cual Ray J ensartaba a Kim Kardashian. Y por dentro, mientras arrancaba con desgano hojas de todos los árboles, guardaba la esperanza de que la noche me tragara pedazo por pedazo.



Ring ring. ¿Quién podía ser?
Uy ¿quién te llama a estas horas? —preguntó Mutsumi-chan como si supiera la respuesta y me enterró su índice en el brazo.
Veíamos una película en la sala de su casa cuando Jenova de Nobuo Uematsu sonó en mi teléfono.
Ring ring. Era Plug. Había ido demasiado lejos, sabía que ella no debía hablarme.
¿Plug? —respondí—, ¿Qué pedo? Tú nunca llamas y menos a estas horas.
Escuchar su voz después del ultimátum me desconcertó; apenas pude disimular frente a Mutsumi-chan, quien escuchaba atenta mi conversación.
«Esta noche termino con todo», me dijo. «Quería decirte que te quiero. Cuida a nuestra Magali.»
No hagas una pendejada —le dije y luego pronuncié frente a Mutsumi-chan la frase que lo jodió todo: ¿Estás en tu casa?, voy para allá.
«Las escaleras son mis mejores amigas…»
Bip bip bip.
Comencé a sudar frío, me levanté lleno de miedo:
Debo irme.
¿A dónde a estas horas, con quién?
El tono de voz de Mutsumi-chan era cada vez más afilado, si continuaba era capaz de rebanarme con una sola palabra.
Es mi amiga Plug, la loca se va a matar. Tengo…
¿Impedirlo?, ¿Y quién eres tú para detenerla?, ¿No tiene familia, amigas?, ¿No me habías dicho que sólo era una conocida de tus parrandas con Fili y Tongo?
La aguda mente de Mutsumi-chan ató de inmediato todos los cabos sueltos de mi comportamiento en las últimas semanas: el teléfono apagado, mis bostezos repentinos, mi negativa a acostarnos…
Si sales por esa puerta no te atrevas a regresar —me dijo. De seguro es otra de tus putas, ¿Cómo vas a evitar su suicidio, te la vas a coger toda la noche? Ni siquiera aguantas tanto.
Muerto de vergüenza y de culpa, no le respondí, me puse la chamarra y suspiré.
Discúlpame, Rocky.
¡Vete al diablo, Hugo!, ojalá esa puta se muera y te quedes como perro de dos tortas.
Salí de su casa. Antes de dar la vuelta en la esquina todavía escuchaba sus lamentos inundando la noche, seguro resonarían dentro de mi nuca durante varios años.
No tenía ni un quinto y la casa de Plug quedaba como a media hora a pie, si corría podían ser sólo quince minutos. Cof cof. Malditos Lucky Strike, si sabía que debía dejarlos.
Mientras caminaba me di cuenta: estaba en un callejón sin salida. Quedarme con Mutsumi-chan o con Plug era como alimentar una fogata, cualquiera de las dos se convertiría en cenizas: Mutsumi-chan se iría llenando de odio hasta dejarme, matarme o castrarme; Plug también terminaría odiándome como odiaba todo cuanto le ocurría, odiándome y engañándome, como decía Girondo, hasta con los buzones. Con ella terminaría como el resto de quienes le habían dejado alguna enfermedad o algún legrado.
Después de tanto tiempo Plug por fin tuvo el rencor suficiente para echarme en cara mi desición de quedarme con Mutsumi-chan. Por otro lado, Mutsumi-chan se me desvanecía como burbujas de refresco.
Plug seguro esperaría mi entrada a su casa para balancearse en su silla-cadalso y caer inerte con una expresión repugnante que me la recordara toda la vida. También me equivocaba.
Su casa estaba llena de humo. Había un cotorreo de lujo con pura banda que no conocía. Aquello era típico de Plug. Al verme, ella se despegó de un vato, se subió los calzones y comenzó a bailar. Inmediatamente se formó una fila y yo recordé una frase de la clase de Etimologías: Res publica non dominateur.
Como no daba muestras de querer hablar conmigo, me formé atrás del último borracho para bailar con ella.
Mientras esperaba mi turno miré el cable de la plancha sujeto del último barrote del barandal, ignorado por la concurrencia; debajo estaba, ignorada también, la silla-cadalso. El conjunto parecía una ridícula instalación de Yoko Ono. Por fin llegó mi turno. Antes de empezar el perreo, me ofreció una negra.
Acabo de dejar a Rocky ¿y me encuentro con esto?
Si no lo escupías te ahogabas, ¿verdad?
Ella era la única mujer en la casa.
Qué sensible —me dijo. Anda, tómate una chela y dame un beso; baila conmigo, granjerito…
Le recibí la negra y la destapé de un golpe en la mesa, le di un largo trago y me integré al cotorreo.
Cuando terminó mi canción, un hipster empezó a bailar con ella; detrás de él, el vato que la ensartaba cuando llegué iba por su segunda ronda.
Me sentía como en esas novelas de Carlos Cuauhtémoc que me obligaban a leer en la secundaria.
No había comido y el hambre se mezcló con la sensación de pendejez que me invadía por dejar a Mutsumi-chan. Las negras me estaban cayendo muy mal. Empecé a sentir cierto asco mientras veía los bailes, uno, dos, tres bailes, uno, dos, tres vatos manoseando su caja de los muñecos. Fue cuando me di cuenta: me sentía celoso. Me odié porque no sabía por qué; pero así fue. Empecé a pistear más rápido y la nausea siguió creciendo.
Vomité en el cartón y en las negras recién destapadas, en los muebles, en el piso, en los ridículos elefantes de la repisa, en el estéreo, en los discos; vomité tanto que todos se largaron asqueados, haciendo a un lado sus deseos de romperme la madre. Comparado conmigo Bukowsky parecía un aficionado, un moralista.
Nos quedamos solos.
Me siento como el trofeo de un safari.
Déjate de estupideces, Hugo. Yo también tengo dudas.
No he estado ni con Rocky desde que me acuesto contigo.
Hipócrita. No se han acostado porque no sabes si le vas a contagiar algo.
¿No ibas a colgarte?
Qué te pasa, idiota, a mí no me salgas con eso. Yo no tengo ningún problema; si tú lo quieres lo vas a encontrar.
¿Me estás amenazando?
Piensa lo que quieras.
Como si por darle vueltas no fuera cierto. Me dices “alma gemela” y te revuelcas con esos pendejos. El mismo que te insultó el otro día te ensartaba cuando llegué.
Yo no le dejo de hablar a nadie y menos porque tú lo quieras.
¿Y entonces? ¿Por qué conmigo sí?
No voy a discutir problemas donde no hay. Yo estaba muy bien contigo, no sé por qué te molesta que me lleve con mis amigos.
Ella me hizo quedar como un idiota.
Perdón —me dijo—, creo que siempre te dije que no tomaras partido. Hasta ahora te he dado tu lugar. Yo me respeto. Le das mucha importancia a quien no la merece. Yo no quería pelear contigo, angelito.
Muy a huevo nos reconciliamos, ella empezó a lamerme y terminamos en el piso. Mientras la ensartaba me acordé de un comentario de Tongo y empecé a cantar en mi cabeza una rola de El Marrano:
Voy a darte un vergazo en la cara…
Luego se metió al baño a vomitar y a mí se me ocurrió hurgar en su teléfono. Descubrí los mensajes de los vatos con quienes se veía cuando no estábamos juntos.
Me encabroné tanto que escribí un mensaje en su celular, mandándola a la verga y salí de la casa mientras ella seguía vomitando. Caminé durante cinco minutos y mi teléfono celular sonó. Era un mensaje: «Adiós a todos, ahora sí estoy sola». La llamé; no contestó. Regresé y toqué el timbre muchas veces hasta que por fin salió muy enojada.
Vete o te van a llevar —me dijo.
Losos vecinos, enojados por el ruido, habían llamado al 066. Antes de irme le dije:
Si quieres mátate, pero no me chantajees.
Cinco minutos después me marcó nuevamente, llorando, y me pidió que regresara una vez más. Al llegar, la vi tirada en el patio de su casa hablando por teléfono. Lloraba como si yo no estuviera ahí. La metí a la casa y vi que ya había recogido toda la basura de los cestos. Ella no soltaba el teléfono.
Pásamelo —dije y le quité el teléfono.
«Dame tu número.»
Me dijo una voz femenina del otro lado de la línea. Le di mi número.
Plug está conmigo, aquí la voy a cuidar —respondí al auricular.
«Más te vale, Hugo, o si no te las vas a ver conmigo.»
No me amenaces —dije. Si le pasa algo es problema de ella, ya no tiene la edad de una inmortal. Suficiente hice con volver.
«Ya te dije… voy a hablarte a medio día y si ella no está bien…»
Vete a la verga, perra. A ti ni te importa.
«Que esté bien o te vas a arrepentir.»
Muérete —dije, pero se lo dije al aire: mi interlocutora había colgado.
Plug y yo nos sentamos en el sillón.
Te lo juro, no iba a hacer nada con él —me dijo refiriéndose a los mensajes de su teléfono—, lo he querido alejar. Pregúntales a mis amigas. Él es quien no me deja, está encaprichado porque me quiso mucho. Por favor perdóname. Yo sé que soy una basura. No es chantaje. Es que soy muy cobarde.
Ella miró el cable amarrado al barandal.
Ni siquiera tengo el valor para matarme, sólo para lastimarme. De veras quiero ser diferente, tú lo mereces. ¿Ahora entiendes por qué desde el principio te decía “soy mala”?
Eso no lo solucionaba. Y por ser el loco que seguía a otro loco me sentía igual de vacío.
No te culpo si me dejas o si ya no quieres hablarme. No te culpo si me tienes miedo. Pero puedes estar seguro: no mentí cuando dije que pensé en una nueva vida.
Por un momento le creí.
Y no eres un trofeo. Te lo juro. Sí te di tu lugar. Él siempre ha sabido que te quiero y yo he sido débil para alejarlo. También me duele que hayas dejado tanto por mí, me duele también haber lastimado a Magali. Ya no puedo con la culpa.
Yo ya no le creía nada. En ese momento corrió de nuevo al baño y vomitó.
Y vomitó.
Y vomitó.
Y yo también sentí muchas nauseas.
Entonces aproveché el momento de soledad para salir al patio y abrir la bolsa de basura:
Una botella de Coca-Cola, papeles con excremento seco, sobres y condones usados emanando una peste rancia.
Recordé las palabras de la gitana cuando acompañé a Mutsumi-chan: «Te están trabajando». Empecé a buscar algún signo de tierra removida en el patio; entré a la casa y busqué en la alacena y en los lugares oscuros. No encontré nada. Desesperado regresé a su cuarto y revolví su closet. Nada. Abrí sus cajones y nada.
Cuando me asomé debajo de la cama ahí estaba: una rata rodeada de aromatizantes para cubrir el hedor a muerte. La vi muy bien, la saqué. La rata estaba casi aplastada; con cera le había pegado en los genitales y en el hocico vellos púbicos y cabellos míos. Debajo de la putrefacción, la rata olía a semen fétido, seguramente era mío. Tenía pegada mi foto con alfileres en los ojos.
Me levanté un poco en shock. Había confirmado mis sospechas, pero me sentía extraño, como si algo en mí se hubiera roto y se desprendiera. Esa sensación ya la tenía desde antes, desde la primera vez que estuve con ella. No lo comprendía pero ataba los cabos.
Regresé la rata a su lugar y volví a la sala.
Plug no salía del baño. Al entrar la vi dormida, abrazada de la taza, con un hilo de vómito aún colgando de su boca. La levanté y la llevé a la sala. Esperé mientras despertaba.
Cuando lo hizo me levanté nuevamente y me despedí. Ella estaba desconcertada. Cuando estuve en la puerta comenzó a gritar de nuevo que la perdonara, que le diera una oportunidad. La dejé en medio de sus alaridos.
Después me llamó por teléfono chillando como murciélago:
«Me voy a matar», gritó, «sabes que lo cumplo».
Poco antes de colgar escuché un sonido; pudo ser cualquier cosa, un movimiento de la silla-cadalso, el cable de la plancha tensado, el aire desplazado por la pólvora. Corté la llamada y no la volví a ver.



Porque llega el momento en el que una madre no basta:
Chinga tu vida.



Habían elegido el día de muertos porque esa mañana habría muchísima gente participando en los eventos culturales.
Neko regresó a su casa y contempló, asustado, sus recipientes. Nitroglicerina, que belleza, y era casera.
En la plaza de la Torre del Reloj había un festival cultural. Aquel día se presentaría la amiga de Neko con su banda; había también una expo-Oaxaca y un concurso de altares.
Eran las once y media de la mañana. Focko llegó al estacionamiento subterráneo y colocó las bombas justo debajo del gran pilar que sostenía a la torre, luego subió al edificio del Bancomer junto a la plaza.
Hugo se llevó la Caribe y se fue al asta bandera del Cerro del Lobo.
Crog esperaba cerca del Cristo de piedra.
Los tres tenían unos espejos con los cuales harían señales, tras lo cual detonarían los explosivos.
Hugo corrió en la Caribe y, aún en la Plaza Independencia, casi atropella a un hombre que le pareció conocido. Ambos se miraron a los ojos por un momento y el hombre logró alejarse de un salto mientras Hugo derrapaba al frenar.
Hugo subió por el cerro. Dejó la Caribe estacionada y continuó subiendo a pie al asta bandera, donde unos niños drogados lo observaban inmóviles.
Esperó por algún tiempo. Dirigió los espejos hacia la plaza y luego hacia el Cristo. Focko y Crog hicieron lo mismo. Contaron hasta diez y apretaron sus dispositivos.
Siete monumentos cayeron al mismo tiempo entre nubes de polvo: la Torre del Reloj, Benito Juárez, el Cristo de piedra, el Obelisco Masón, el Monumento a Miguel Hidalgo y el pilar de Felipe Ángeles.
Al principio serían sólo seis. Hugo tuvo un desplante cabalístico: de último momento se las ingenió para incendiar la bandera.
Varias personas murieron esa mañana, mientras Hugo bebía una Coca-Cola y escuchaba a Joy Division.
Por la tarde me llamó por teléfono: «Mutsumi-chan, acompáñame al hospital», me dijo.
Llevamos a su hermano a urgencias:
Sebastián estaba en el festival cuando la Torre del Reloj cayó.



Mi familia desayunaba temprano como era su costumbre; sólo Hugo estaba ausente. Me senté en la mesa y me sorprendí cuando Padre me recordó que aquel día tocaría una banda de jazz en El Reloj. A las diez y media salí. En el quisco ya se encontraba Kikis y su Orquesta Metálica.
La plaza estaba llena de gente alegre; el clima no era tan frío para ser noviembre.
Los vendedores de globos paseaban de aquí para allá seduciendo con su mercancía a los niños; los niños corrían separados de las parejas; las parejas caminaban, abrazadas; los abrazos eran la moneda corriente de toda la plaza.
Después de una demostración de danzones la gente se empezó a congregar alrededor del quiosco donde la Orquesta Metálica hacía pruebas de sonido. Pasó un rato y comenzaron a tocar piezas con influencia de son. Se respiraba alegría y calma.
En un momento volteé hacia el oriente y de una de las calles bajaba una silueta lánguida con un andar desgarbado, era Sebastián. Cuando él cruzaba la calle, una Caribe a toda velocidad se pasó el semáforo en rojo. Sebastián estuvo a punto de ser atropellado; antes del impacto la Caribe dio un ligero enfrenón y mi amigo saltó un poco antes, como en una premonición. Llegó a la plaza con una elegante maroma; su traje estaba lleno de polvo. Se incorporó y caminó tranquilamente hacia mí, estuvo callado unos minutos y luego me habló.
Vas a pensar que esta amistad se basa en la comida —me dijo. Vamos al café.
¿Y el concierto?
Se escuchará hasta allá —señaló una cafetería al aire libre en uno de los locales que rodeaban la plaza.
Nos sentamos en una mesa cubierta por una sombrilla. Al sentarme encendí un cigarro. Eran casi las doce del medio día. Mi amigo siguió callado, escuchando la música venida del quiosco. Yo me perdí en algunas contemplaciones, observaba la plaza. Ambos fantaseábamos. Él incluso hablaba consigo mismo, miraba fijamente un punto específico, como si hablara con alguien más.
Recargué la barbilla en las manos mientras sorbía el café que me recomendó el pintor: tenía whisky, clavo y yema de huevo, su sabor era delicado. Me incliné hacia delante para observar mejor el paisaje: niños, globos, perros, la plaza a reventar de agnosios, indigentes, todos como en un comercial familiar.
Un silencio mental me invadió. No escuché nada por unos instantes. Miré por debajo de la sombrilla al viejo Cerro del Lobo: un destello de luz, como un espejo, parpadeaba desde el asta bandera.
Una segunda intermitencia apareció cerca de la pequeña estatua del Cristo de piedra, en uno de los cerros del norte. Todo transcurrió más lento y el silencio se intensificó en un silbido, únicamente se colaban a mis oídos los murmullos de Sebastián, y no lograba descifrarlos. Me pregunté por qué había personas jugando con espejos.
Sebastián se incorporó velozmente, me tomó del cuello y del pecho y me arrojó hacia el interior del café con todas sus fuerzas. Me levanté confuso y al abrir mi boca un ruido ensordecedor calló mis reclamos al mismo tiempo que él caía junto a mí y me jalaba nuevamente del brazo hacia el piso.
Una explosión tremenda había ocurrido en la plaza. Quedé sordo y en menos de un segundo diminutos pedazos de cristal y polvo se impactaron contra mi rostro, el polvo llenó el lugar y yo caí al suelo.
Desperté unos diez minutos después todavía dentro del café, con un temblor incontenible y con un sensibilidad casi nula. Respiraba con mucha dificultad, al hacer una aspiración brusca una gran cantidad de polvo me llenó los pulmones y tosí dolorosamente. Recobré la vista poco a poco; mi equilibrio era muy malo. Temblaba cuando por fin logré abrir los ojos. Una masa de rocas cubría la entrada del café, estábamos atrapados.
Subí con dificultad por las escaleras intactas hacia la segunda planta. Una parte del edificio había desaparecido y la luz del sol me cegaba lo suficiente como para no ver los contornos mezclados de la plaza y el bullicio proveniente del exterior.
Sebastián me jaló de la ropa y subimos las siguientes plantas hasta llegar a la azotea del edificio, a unos doce metros del suelo. En el camino estuve a punto de caer varias veces. Al llegar arriba había recuperado la vista, estaba tembloroso, con las secuelas del choque. Nos dirigimos a la orilla entre tanques de gas con fugas y tinacos rotos, el polvo de los escombros apenas empezaba a asentarse.
Un hoyo enorme ocupaba el lugar de la mitad de la plaza. La gente gritaba o se mantenía catatónica en su sitio; otros más agonizaban semienterrados; la mayoría de las personas buscaban entre los escombros a sus familiares.
Del Reloj sólo quedaban trozos del casco, pedazos de maquinaria y roca cimbrada encima de la colorida hojalata del estacionamiento subterráneo. El quiosco había desaparecido.
Las palomas seguían en las cornisas y un montón de globos se perdían en las alturas. Nuestro edificio era el único con daños estructurales, los demás permanecían incólumes. Sebastián se dirigió a mí.
Mira —señaló al norte y luego miró el horizonte.
El Cristo de piedra había desaparecido, en su lugar se levantaba otra nube de polvo. Miré la periferia y vi varias manchas similares en distintos puntos de la ciudad. De pronto la bandera empezó a arder en llamas. Sebastián y yo saltamos a la azotea de un edificio vecino y bajamos de nuevo a las calles del Centro.



Este dispositivo está hecho con un circuito integrado “555” de ocho pines. Esto sirvió para armar un circuito clock, justo el que lleva el tiempo de retardo para la detonación; el armado del circuito tiene cuatro resistencias de carbón de distintos valores, un capacitor cerámico (marca Acme), otro variable, un potenciómetro y leds indicadores.
»Pudimos hacer un display de siete segmentos para una cuenta regresiva digital, eso le da el acá cinematográfico. La verdad es un detalle estúpido, es mejor que no sepan cuándo estallará.
»El clock se conecta con un relevador de voltaje para manejar otro circuito de potencia, porque el 555 es para control de la detonación, no para provocarla por sí mismo.
»Ya unido al circuito integrado, por medio del pin 5, encontramos otra parte de la bomba: el controlador; este circuito va unido al clock y sirve para detectar rayos infrarrojos, sonido, sensor de movimiento, de humedad, de presión, de luz o de frecuencia; según la manera en la cual se quiera hacer explosión y también de acuerdo con las características del explosivo.
»Este controlador lo armé con un control de frecuencias para una detonación a distancia por medio de fotoceldas, fotorresistencias o fototransistores, da igual.
»Por último, ensamblé y conecté la parte explosiva conocida como “masa de la bomba”, la nitro, que será detonada por medio del relevador conectado con el circuito clock.
»Esto se hará provocando una chispa, una reacción de mezcla entre la nitroglicerina lograda con la detonación del circuito controlador. Si hubiéramos usado explosivos plásticos la chispa se hubiera producido dentro del recipiente, cuidando que existiera combustión.
»Necesitaré a uno de ustedes en el asta bandera y al otro frente al Reloj, de otra manera, la longitud de onda de la señal se verá interferida por la masa del cerro y será imposible detonar.
»Uno de nosotros debe estar en línea recta al sur, en el Cristo de piedra; y otro en línea recta al sureste.
»¿Entonces quién será el valiente en la Torre del Reloj?



Algunas personas no entienden que a veces no hacen falta explicaciones aparatosas como una esquizofrenia o un trastorno bipolar. A algunos les basta cierta agnosia para ostentar una psicopatología decente. Una simple teoría de la percepción capaz de explicar por qué nuestro cerebro se la pasa completando patrones y cerrando círculos.
Si respondo mal, si trueno la boca y le pongo ojos de muerte a cualquier pendejo, entonces mi cerebro, mi súper ego me defiende. Por dentro las frases no fueron monosilábicas. La voz sólo se levantó un poco, no lo suficiente para ser un grito. La expresión sólo fue impasible y no de rabia muda.
Algunas mujeres creen que bastaría una videograbación para delatar esos comportamientos y hacernos recapacitar, reorientar nuestras actitudes.
Yo no lo creo: al ver la evidencias nuestra mente haría lo que ya está acostumbrada: llenar los agujeros, convertir los manotazos en ademanes, en maneras, y ese escalofrío neurótico que nos recorre súbitamente en una simple ráfaga de viento.
¿Cuántos de mis actos habrán sido llanas idioteces registradas en mi memoria como hechos memorables?
De pronto me dan ganas de decirte: no fue así, yo no fui, ni siquiera lo planeé, decir que esos monumentos no cayeron por mi mano, es más, ni siquiera cayeron, siguen ahí:
Felipe Ángeles en su caballo.
Benito con su libro y Miguel sosteniendo su cono de helado.
El Hippie rezando el padrenuestro.
El Obelisco y la Torre del Reloj, la Bandera: todos en pie, sin mi concurso.
Por desgracia a veces tengo la sensación de ya no recordarlo, la sensación de haber escapado sin motivo de una ciudad intacta. No respondas, no me desmientas. Me gusta pensar que es como ahora lo recuerdo. Así puedo vivir el curso de mis días con la certeza de que la memoria, al cambiar, puede mejorarlo todo.



Mutsumi-chan sabía todo. Aquel pleito de dos horas por teléfono había sido un intento por disuadirme. Cuando decía «No me hagas daño» se refería a muchas cosas, no sólo a ella.
Focko había mencionado la tarjeta de joyero de su padre con la cual se podía comprar casi cualquier cosa; a ellos les vendían ácido nítrico para resquebrajar los lingotes de oro, también les vendían oxígeno para fundirlos, amoniaco, ácido carbónico, ácido sulfúrico. Focko ofreció incluso nitrato de sodio: «Por si quieren dinamita». Yo me sentía muy confundido. Esa noche no visité a Plug, me quedé en casa dándole vueltas al plan.
Por la mañana recibí en la casa a unos predicadores, eran de la misma religión de Plug, y luego de media hora de alegatos me dejaron unos folletos sobre el fin del mundo y la salvación. Los dejé sobre la mesa y me fui a la sala con el Sempai.
Veíamos televicio y compartíamos algo de gallo. El Sempai estaba muy arisco, me preguntó si era posible tener desdoblamientos anímicos; había presenciado en un sueño el asesinato de un amigo muerto hacía poco.
Sólo fue un sueño, le dije, el gallo lo tenía sugestionado; pero él duro y dale que sí. Lo dejé en la sala y me fui a la computadora a ver un vidio de Rebeca Linares en el cual, luego de batirse con aceite, hacía un facesitting en la jeta de algún suertudo mientras ordenaba: «Say my name». En un momento dado sonó el teléfono, contesté y el profesor Sebastián, con voz quebrada, preguntó por el Sempai.
Sebastián —le grité—, te habla tu tocayo.
El Sempai salió de la casa y yo regresé a ver la televisión. Un pequeño caos religioso se había desatado en la ciudad. El Sempai no mentía, a su amigo lo habían matado en la basílica y unos cacagrandes del obispado estaban ladrando frente a los micrófonos.
Me sentí ofendido. El Proyecto Ikari había realizado tantas instalaciones y de la nada venía un psicópata neófito a una iglesia y todos se alborotaban. No se valía. Me dio tanto coraje: yo había fabricado una virgen, publicado un fanzine y pintado una V en Google Maps; yo había hecho una nueva Wikipedia, un catálogo on-line de zorras, y era uno de los seres más creativos de la ciudad; yo, yo, yo: no era nadie: un anónimo, un vándalo, un graffitero marcando territorio como perro.
El Sempai llegó de la calle aún más abatido, se encerró en su cuarto y permaneció ahí hasta el día siguiente, sólo salió cuando fue momento de asistir al velorio. Regresó hasta el lunes por la mañana.
Se llevaron a Sebastián al polígrafo, creen que fue él…
Me alegré porque, cuando regresara, traería mi encargo.



A legacy so far removed, one day will be improved
Joy Division

Llovía a cántaros por culpa de las trombas de octubre. Neko, Focko y Crog insistían en consumar el proyecto concebido en los últimos meses.
A su edad la vida estaba llena de retos, y su deseo sobrepasaba por mucho las aspiraciones de cualquier joven de su edad.
Neko las llamaba “instalaciones artísticas”, su verdadera esencia estaba hecha de terror.
Él había iniciado todo, sí, y al final casi desiste. Luego vino todo el asunto con esa clamidia. No sé cuánto pasó entre ellos dos que al final él se dejó devorar por la absurda sed autodestructiva implantada por ella; el resorte se había comprimido tanto, era inevitable su expansión.
Los tres amigos estaban sobre la Caribe, así los vi desde la ventana.
Morgan le prestaba a Focko el coche, a escondidas de mis padres. La Caribe era de Morgan y él creía que podía disponer de ella a su antojo.
Los tres discutían acaloradamente en el interior del auto. Focko puso cara de desesperación y salió de la Caribe con rumbo a la farmacia. Neko y Crog seguían hablando. Neko, furioso. Crog, muy triste.
Focko le pidió algo a la boticaria; la muchacha regresó con algo parecido a una caja de condones. Focko dudó un instante y luego hizo un ademán extraño, la boticaria se llevó la caja y regresó con una Coca-Cola y una cajetilla de Lucky Strike. Focko volvió a la Caribe y se unió a la conversación.
Crog adoptó un semblante seguro y decidido, bajó del coche y tocó la puerta de la casa.
Le respondí con cierto enojo. Busqué a mi hermana.
Tras unos minutos salió Bárbara, en camisón traslúcido y con Alquimia en brazos; sus reclamos retumbaron por toda la calle. Crog ya había sido humillado de muchas maneras por ella. Después de escuchar los gritos de Bárbara él decidió terminarla.
Crog se fue llorando y subió a la Caribe.
Neko no hizo ningún comentario al respecto, sólo le pidió a Focko un aventón hasta su casa. Al llegar, me habló por teléfono.
Yo sabía muy bien dónde había estado las últimas semanas, sabía por qué me apagaba el celular y por qué repentinamente le daba sueño a las nueve de la noche.
La verdad le estalló en la cara. Me sentí decepcionada, comencé a llorar en silencio por todas sus mentiras y dejé de confiar en él.
Eso ocurrió la víspera.
Nunca ha dicho por qué lo hizo, estaba harto de todo lo sucedido a su alrededor y decidió tomar en serio el plan, ¿Quién sabe? Tal vez en el proceso podría dejar sepultados a Focko y a Crog.