When routine bites hard, and ambitions are low
Joy Division
La culpa es de Fluff. Lo estuve reflexionando. Hay de sluts a sluts y como mis experiencias primarias estuvieron atadas a ella, llegué a pensar que todas se portaban de la misma manera. De alguna manera lo hacían. Inés, Babe, Plug. Todas contribuían a reforzarme esa visión.
Orri, en cambio, tenía ideas similares a Britney Spears: la virginidad a medias lo permite todo, excepto la vagina, aquella está reservada para el matrimonio, es el recurso con el cual se convence al imbécil definitivo y, de paso, se asegura el uso de un vestido blanco.
Lo importante era no ser ese imbécil. Las relaciones para nosotros consistían en esa batalla. Lo recordé tan pronto desapareció Orri.
Un día después del novenario Lu organizó una fiesta fantasma, a petición mía. Aprovechando los permisos de mis padres y mis tíos, convencí a Fluff para encerrarnos en un motel durante 17 horas. Al principio yo tenía miedo, nunca había estado solo contra ella y temía que, por nuestros hábitos, una sola verga resultara insuficiente.
Ella era complaciente. A todo me diría «sí»; siempre lo hacía; y más si yo me portaba cariñoso; era lo único que ella pedía. Yo sólo buscaba mantenerme cansado la mayor parte del tiempo, no dejar la mente en calma. A ella le daba lo mismo.
Esos dos días cogimos hasta sangrar.
Cuando nos despedimos no sabíamos que aquella iba a ser la última vez juntos; no podía ser de otra forma, mas lo ignorábamos aún. Quizá aquel encerrón nos vació por completo, quizá el hecho de escrutar en su cuerpo hasta las partes que ni ella conocía me drenaron todo el interés. No era la primera vez, mas no creí que fuera a ocurrirme con Fluff. No con mi primer amor platónico. Ella terminó sintiendo lo mismo.
Después vino Mutsumi-chan y todo cambió, dejé de visitar a Lu y a Bully, corté todo contacto con esa familia, así, sin explicación, igual que el Sempai, igual que mis padres. Cuando vi a Fluff varias semanas después, yo ya tenía los pies bien plantados en Mutsumi-chan.
Cuando la conocí, Mutsumi-chan tenía catorce años y el cabello rojo como tezontle, la apodaba Rocky, usaba anteojos redondos. Cuando nos acostamos por primera vez, en casa de Focko, estábamos drogados. Fue un viaje de gallo en estado puro, sin polvo de jales, sin speed, sin patchuli. Mutsumi-chan odiaba el ojorrojo y, al contrario de Orri, argumentó motivos estéticos: «los ojos se ven feísimos, ni loca», a partir de entonces dejé también el ojorrojo.
Esa noche estuvimos platicando de qué le haría cada uno a Fluff. A ella también le gustó. Cuando hablé de un trío me topé con pared.
—Ni madres —me dijo—, a Fluff no te la comparto.
—¿Siquiera me dejarías ver?
—No, Hugo, soy muy celosa, me gustó para mí.
La forma cómo empezó todo con Mutsumi-chan fue curiosa. Dos o tres días después de mi encerrón con Fluff, llegué al café Estival. Mis ojos se abrieron llenos de una alegría que no sentía desde el concierto en el Tzócalo, no me sentí así de bien ni cuando tuve a Fluff para mí solo. Al ver a Mutsumi-chan recordé aquella canción de los Beach Boys, el piano, el golpe de la batería:
Would’t it be nice to live together…
Yo dejaba una estela de flores a mi paso.
Mutsumi-chan estaba discutiendo con Vórtex, Fili y otros dos vampiros, iba sin la Marrana. Quité como pude a Vórtex y me senté junto a ella. De vez en cuando miraba de reojo su blusa, le daba una figura particularmente llamativa a su pecho infantil. Platicamos de cientos de cosas. Primero del Sátiro y del Sarcástico, del Apático y del Dionéo.
«Son figuras con las que sustituimos al Ángel y al Demonio en la iconografía arquetípica de la Conciencia», le dijo Vórtex, «se adaptan más a la axiología contemporánea».
—Ah, pero el Neko tiene a sus propias figuras ¿O no, Neko?
—¿Y quiénes son? —preguntó ella—, ¿Diego y Frida?
—Sócrates y Diógenes.
Le expliqué toda mi teoría alrededor de las sindéresis de bolsillo:
El pequeño Diógenes era el complemento, sí, y también adversario moral del pequeño Sócrates, el otro camino recto.
O sea que Diógenes no era el diablo, ni Sócrates el ángel, porque con ellos no se negociaba; o los obedecías o los ignorabas, jamás el regateo, porque si lo hacías ellos empezaban a callarse y, llegado el momento, su silencio era definitivo, con lo cual nuestra moral quedaba desamparada, a merced de las otras voces del inconsciente.
Después la charla cambió. Al poco rato, cuando me aburrí de escuchar divagaciones sobre las sagas de Ann Rice y la psicomagia de Jodorowsky, empecé a utilizar una de mis tácticas erísticas para acallar a los vampiros. Mi método consistía en convertir en dilemas, por medio de retruécanos, cualquier afirmación dicha más o menos en serio, y aderezarlo con términos de diccionario: filogénesis, taxonomía, epanodiplosis, matemagenia, egocístole, y otras de ésas que hasta sin contexto apantallan.
Cuando los vampiros estaban a dos entimemas de chuparme la sangre, Mutsumi-chan pareció entender mis intenciones y me pidió que la acompañara al cuarto de bombas. Lleno de renuencia bajé las escaleras hacia aquella tierra de nadie. Ella avanzó delante de mí y volví a ver sus nalgas oscilando escalón tras escalón, eso me distrajo. Mientras la esperaba, observé los eslabones cromados del letrero nuevo, atento al mínimo movimiento. De regreso a la mesa, agarrado de su mano como un puberto, me sumí en un mundo en el que sólo estaba ella. Me sentí tremendamente bien.
Cuando regresamos al café ya estaban en la mesa Fausto y el Emperador, sus amigos de las clases de inglés.
El resto de la velada en el Estival resultó insustancial, a las pláticas sobre novelas de vampiros y simbolismos iniciáticos en Dragon Ball Z se sumaron las divagaciones materialistas de Fausto y las ocurrencias megalómanas del Emperador.
De pronto discutíamos que en nuestra época, post Jung, y post Nietzsche, y post Gadamer, la mitología se construía a partir de sus propias ruinas; como ya no teníamos ataduras con ninguna tradición, la línea de unión con el inconsciente había sido cortada.
Bajé al baño nuevamente antes de llevar a Mutsumi-chan a su casa en Guerrero. Al subir la encontré en la sección de libros hojeando uno, Seducción femenina o algo así.
—¿Sabías que las niñas que practican ballet desde pequeñas son mejores en el sexo?
—¿Qué es eso?
Le pregunté fingiendo interés cuando cerraba el libro. Pareció darse cuenta de mi mala leche, porque respondió:
—Esto es cultura —y me mostró todos los estantes con un mano—, ¿Te conté?, yo en mi otra vida fui cortesana. No pongas esa cara, ellas eran las únicas mujeres que tenían acceso a las bibliotecas en la época victoriana.
—Yo he usado baños de la era victoriana. Imagino que a los nobles a quienes no les alcanzaba para su cortesana usaban daguerrotipos porno. ¿Sabías que los daguerrotipos también tenían acceso a las bibliotecas?
—Las juzgas como si fueran malas pero ellas tenían un importante papel entre la realeza europea. Además, no eran putas: tenían un rango menor al de las amantes y concubinas, eran excelentes conversadoras, y no eran tratadas socialmente como prostitutas, tenían amantes de planta; mientras las jineteras vulgares se acostaban con plebeyos y campesinos. Por otro lado están las geishas, ¿Sabes por qué les deformaban los pies?
—Nop.
—Es que así se les estrechaba el esfínter.
—¿Sabías que una de cada cuatro personas en Google busca porno?
—O sea, de cada cuatro veces que entras a internet, ¿una te masturbas?
—¿De qué número calzas?
—Vete al diablo.
Caminamos. En el transcurso me contó varias historias parecidas. Tenía un coeficiente de 140 y tomaba un curso avanzado de genética de plantas en la Ulcera.
—¿Sabes qué sería bueno, Rocky? un criadero de hongos, tú haces el agar y yo consigo las esporas.
—Estaría bien, los hongos son sucios.
—¿Sucios?
—Así se les dice a las plantas cuando crecen en cualquier lugar, no entiendo por qué, los frijoles hacen lo mismo y les dicen “nobles”… tú consíguelos y los vendemos, aunque no crecen en agar, necesitaríamos hacer un sustrato de hojas de tamal, y un cuarto húmedo.
—Tú nomás avísame.
—La verdad, Neko, ya sé cuál sería el negocio perfecto. Maíz.
—No mames, Rocky, maíz es lo que sobra en México.
—No, menso. Maíz transgénico. Le metemos una cadena de adn de thc, Papaver somniferum, Erythroxylum, Dicetilmorfina cosecha 1874. Imagina cuán fácil sería distribuirla. E imagina cuando Craig Venter produzca la primera forma de vida sintética. Será el narcomenudeo del nuevo milenio.
Estaba enamorado.
Ella caminaba nerviosamente por la banqueta, saltaba las líneas y las grietas tratando de caminar en espacios lisos, hablaba despacio, me envolvía, preguntaba mi opinión sobre la Santa Muerte, sobre la agencia de seguridad microempresarial Zeta, sobre la matanza del 68. Yo detestaba el culto a la opinión:
—Opinión tienen quienes no saben, Rocky, los pendejos con iniciativa.
—¿Esa es tu opinión?
Se negó a cruzar por el parque del Tzócalo.
—Mi mami me lo ha dicho, ahí asaltan.
Fue inútil intentar convencerla de lo contrario «Yo paso diario por aquí, Rocky, este parque está junto al Palacio de Gobierno, los delincuentes están adentro, de ocho a cuatro y media». Me obligó a darle toda la vuelta al Tzócalo por los arcos. En el portal perpendicular a la calle de Guerrero nos encontramos algunos compas hippies y platicamos con ellos, cada quien por su lado. De camino inició el interrogatorio de rigor:
—¿Por qué te dicen Neko?
—Significa gato.
—¿Por qué Gato?
—Es mi Curp. Orlando Hugo García.
—¿Orlando?, como Orlando furioso.
—Es por mi tío muerto.
—¿Ese Licona al que le pegaron el sida en el dentista?
—No, su hermano.
—A ja ja. ¿Tu Curp?, ¿en serio?
—Neto. Varios de los compas tenemos el apodo por nuestra Curp, o por algún anagrama de nuestros nombres. Focko: Kevin Francisco Fonseca. Crog: Genaro Luis Cruz. Fili: Filiberto. Tongo: Gonzalo Torres. Baxter antes era “Sicko”: Kevin Eduardo Silva.
—¿Religión?
—Hace poco me convertí al hedonismo; antes era domador de serpientes.
—¿Por qué te vistes siempre igual?
—¿Lo dices por el suéter de lana?
—El suéter, el pantalón azul, los Converse.
—Culpa a Einstein. Él decía que la vanidad quita tiempo y esfuerzo mental. En realidad no es la misma ropa, sólo el mismo modelo.
—¿Hippie?
—Yo sí me baño. Aunque tengo problemas para encontrar un buen desodorante. Casi todos tienen aluminio, y esa mierda causa alzheimer.
—¿Punk?
—No.
—¿Metalero?
—Nunca.
—¿Qué eres?
Mutsumi-chan ponía en estas preguntas una insistencia particular. Yo debía responderle con sinceridad. Estábamos en esa edad en la cual todas aquellas etiquetas eran importantes; como si ser emo, o patineto, o vampiro fuera parte de un entramado, de un plan superior que definía todo nuestro devenir cósmico…
—Dicen que otaku. Yo digo post-otaku.
—¿Qué dulce te gusta más?
—Esos chinos, White Rabbit. Los van a sacar del mercado porque los hacen con melamina. ¿Y a ti, cuáles?
—Miguelitos.
—¿Con o sin plomo?
—Con.
—Ea.
La dejé en su casa y me dio su número de teléfono celular. Quedé de marcarle para vernos después.
Algunos días más tarde, la Marrana vino a mi casa; dijo que no buscara a Mutsumi-chan, porque si lo hacía me iba a romper toda la madre.
Me negué. El primer golpe lo dio él. Mi ceja fue a tallarse directamente contra el piso.
Cuando me levanté me recibió con un puñetazo directo en la boca. Tenía una fuerza encabronada en esas pinches manos puñeteras. Había práctica.
Lleno de sangre, empecé a reírme. Aquella visión de mis dientes, rojos como una granada, lo desorientó; lo hizo encabronarse al doble.
Peleamos.
Él no dejaba de distraerse cada vez que me reía cuando me conectaba un putazo.
Aquello se prolongó. Estuve a un paso de caer ante su técnica.
Finalmente cayó derrotado cuando concentré mi ki y, aún riéndome, lancé mi ken a una de sus costillas flotantes.
Luces epilépticas adornaron el impacto. La Puerca se dobló y cayó al piso. Aproveché aquella caída para terminar el trabajo.
Me hinqué sobre su pecho con una rodilla y con la otra le golpeé la sien hasta consumir todos sus hit points, mientras lo sujetaba del cabello.
Mientras lo hacía me acordaba de una película donde un vato le deshace la cabeza a otro a putazos. Intentar algo así debía ser muy cansado. Sólo lo dejé ahí, tirado.
El consejo del ataque a las costillas me lo dio la misma Mutsumi-chan, preocupada de que la Marrana hiciera exactamente lo que hizo.
No dijo por qué; yo sabía que aquella información era una venganza. La Marrana la había obligado a practicar algunas secuencias de porno hardcore y eso la había molestado mucho. Durante varios meses él había abusado sistemáticamente de ella.
Con la Marrana y con Fluff fuera de nuestras vidas, Mutsumi-chan y yo empezamos una relación muy ligera, con la idea de pasar el tiempo.
No sabíamos que aquella sería una relación tan larga, tan como definitiva. De haberlo sabido, quizá hubiéramos esperado algún tiempo para conocernos en otras circunstancias.
Porque los meses siguientes, cuando se desató el infierno, ella y yo estuvimos siempre en medio, siempre juntos, acumulando todo ese rencor para los años venideros.