Ring ring. ¿Quién podía ser?
—Uy ¿quién te llama a estas horas? —preguntó Mutsumi-chan como si supiera la respuesta y me enterró su índice en el brazo.
Veíamos una película en la sala de su casa cuando Jenova de Nobuo Uematsu sonó en mi teléfono.
Ring ring. Era Plug. Había ido demasiado lejos, sabía que ella no debía hablarme.
—¿Plug? —respondí—, ¿Qué pedo? Tú nunca llamas y menos a estas horas.
Escuchar su voz después del ultimátum me desconcertó; apenas pude disimular frente a Mutsumi-chan, quien escuchaba atenta mi conversación.
«Esta noche termino con todo», me dijo. «Quería decirte que te quiero. Cuida a nuestra Magali.»
—No hagas una pendejada —le dije y luego pronuncié frente a Mutsumi-chan la frase que lo jodió todo: ¿Estás en tu casa?, voy para allá.
«Las escaleras son mis mejores amigas…»
Bip bip bip.
Comencé a sudar frío, me levanté lleno de miedo:
—Debo irme.
—¿A dónde a estas horas, con quién?
El tono de voz de Mutsumi-chan era cada vez más afilado, si continuaba era capaz de rebanarme con una sola palabra.
—Es mi amiga Plug, la loca se va a matar. Tengo…
—¿Impedirlo?, ¿Y quién eres tú para detenerla?, ¿No tiene familia, amigas?, ¿No me habías dicho que sólo era una conocida de tus parrandas con Fili y Tongo?
La aguda mente de Mutsumi-chan ató de inmediato todos los cabos sueltos de mi comportamiento en las últimas semanas: el teléfono apagado, mis bostezos repentinos, mi negativa a acostarnos…
—Si sales por esa puerta no te atrevas a regresar —me dijo. De seguro es otra de tus putas, ¿Cómo vas a evitar su suicidio, te la vas a coger toda la noche? Ni siquiera aguantas tanto.
Muerto de vergüenza y de culpa, no le respondí, me puse la chamarra y suspiré.
—Discúlpame, Rocky.
—¡Vete al diablo, Hugo!, ojalá esa puta se muera y te quedes como perro de dos tortas.
Salí de su casa. Antes de dar la vuelta en la esquina todavía escuchaba sus lamentos inundando la noche, seguro resonarían dentro de mi nuca durante varios años.
No tenía ni un quinto y la casa de Plug quedaba como a media hora a pie, si corría podían ser sólo quince minutos. Cof cof. Malditos Lucky Strike, si sabía que debía dejarlos.
Mientras caminaba me di cuenta: estaba en un callejón sin salida. Quedarme con Mutsumi-chan o con Plug era como alimentar una fogata, cualquiera de las dos se convertiría en cenizas: Mutsumi-chan se iría llenando de odio hasta dejarme, matarme o castrarme; Plug también terminaría odiándome como odiaba todo cuanto le ocurría, odiándome y engañándome, como decía Girondo, hasta con los buzones. Con ella terminaría como el resto de quienes le habían dejado alguna enfermedad o algún legrado.
Después de tanto tiempo Plug por fin tuvo el rencor suficiente para echarme en cara mi desición de quedarme con Mutsumi-chan. Por otro lado, Mutsumi-chan se me desvanecía como burbujas de refresco.
Plug seguro esperaría mi entrada a su casa para balancearse en su silla-cadalso y caer inerte con una expresión repugnante que me la recordara toda la vida. También me equivocaba.
Su casa estaba llena de humo. Había un cotorreo de lujo con pura banda que no conocía. Aquello era típico de Plug. Al verme, ella se despegó de un vato, se subió los calzones y comenzó a bailar. Inmediatamente se formó una fila y yo recordé una frase de la clase de Etimologías: Res publica non dominateur.
Como no daba muestras de querer hablar conmigo, me formé atrás del último borracho para bailar con ella.
Mientras esperaba mi turno miré el cable de la plancha sujeto del último barrote del barandal, ignorado por la concurrencia; debajo estaba, ignorada también, la silla-cadalso. El conjunto parecía una ridícula instalación de Yoko Ono. Por fin llegó mi turno. Antes de empezar el perreo, me ofreció una negra.
—Acabo de dejar a Rocky ¿y me encuentro con esto?
—Si no lo escupías te ahogabas, ¿verdad?
Ella era la única mujer en la casa.
—Qué sensible —me dijo. Anda, tómate una chela y dame un beso; baila conmigo, granjerito…
Le recibí la negra y la destapé de un golpe en la mesa, le di un largo trago y me integré al cotorreo.
Cuando terminó mi canción, un hipster empezó a bailar con ella; detrás de él, el vato que la ensartaba cuando llegué iba por su segunda ronda.
Me sentía como en esas novelas de Carlos Cuauhtémoc que me obligaban a leer en la secundaria.
No había comido y el hambre se mezcló con la sensación de pendejez que me invadía por dejar a Mutsumi-chan. Las negras me estaban cayendo muy mal. Empecé a sentir cierto asco mientras veía los bailes, uno, dos, tres bailes, uno, dos, tres vatos manoseando su caja de los muñecos. Fue cuando me di cuenta: me sentía celoso. Me odié porque no sabía por qué; pero así fue. Empecé a pistear más rápido y la nausea siguió creciendo.
Vomité en el cartón y en las negras recién destapadas, en los muebles, en el piso, en los ridículos elefantes de la repisa, en el estéreo, en los discos; vomité tanto que todos se largaron asqueados, haciendo a un lado sus deseos de romperme la madre. Comparado conmigo Bukowsky parecía un aficionado, un moralista.
Nos quedamos solos.
—Me siento como el trofeo de un safari.
—Déjate de estupideces, Hugo. Yo también tengo dudas.
—No he estado ni con Rocky desde que me acuesto contigo.
—Hipócrita. No se han acostado porque no sabes si le vas a contagiar algo.
—¿No ibas a colgarte?
—Qué te pasa, idiota, a mí no me salgas con eso. Yo no tengo ningún problema; si tú lo quieres lo vas a encontrar.
—¿Me estás amenazando?
—Piensa lo que quieras.
—Como si por darle vueltas no fuera cierto. Me dices “alma gemela” y te revuelcas con esos pendejos. El mismo que te insultó el otro día te ensartaba cuando llegué.
—Yo no le dejo de hablar a nadie y menos porque tú lo quieras.
—¿Y entonces? ¿Por qué conmigo sí?
—No voy a discutir problemas donde no hay. Yo estaba muy bien contigo, no sé por qué te molesta que me lleve con mis amigos.
Ella me hizo quedar como un idiota.
—Perdón —me dijo—, creo que siempre te dije que no tomaras partido. Hasta ahora te he dado tu lugar. Yo me respeto. Le das mucha importancia a quien no la merece. Yo no quería pelear contigo, angelito.
Muy a huevo nos reconciliamos, ella empezó a lamerme y terminamos en el piso. Mientras la ensartaba me acordé de un comentario de Tongo y empecé a cantar en mi cabeza una rola de El Marrano:
Voy a darte un vergazo en la cara…
Luego se metió al baño a vomitar y a mí se me ocurrió hurgar en su teléfono. Descubrí los mensajes de los vatos con quienes se veía cuando no estábamos juntos.
Me encabroné tanto que escribí un mensaje en su celular, mandándola a la verga y salí de la casa mientras ella seguía vomitando. Caminé durante cinco minutos y mi teléfono celular sonó. Era un mensaje: «Adiós a todos, ahora sí estoy sola». La llamé; no contestó. Regresé y toqué el timbre muchas veces hasta que por fin salió muy enojada.
—Vete o te van a llevar —me dijo.
Losos vecinos, enojados por el ruido, habían llamado al 066. Antes de irme le dije:
—Si quieres mátate, pero no me chantajees.
Cinco minutos después me marcó nuevamente, llorando, y me pidió que regresara una vez más. Al llegar, la vi tirada en el patio de su casa hablando por teléfono. Lloraba como si yo no estuviera ahí. La metí a la casa y vi que ya había recogido toda la basura de los cestos. Ella no soltaba el teléfono.
—Pásamelo —dije y le quité el teléfono.
«Dame tu número.»
Me dijo una voz femenina del otro lado de la línea. Le di mi número.
—Plug está conmigo, aquí la voy a cuidar —respondí al auricular.
«Más te vale, Hugo, o si no te las vas a ver conmigo.»
—No me amenaces —dije. Si le pasa algo es problema de ella, ya no tiene la edad de una inmortal. Suficiente hice con volver.
«Ya te dije… voy a hablarte a medio día y si ella no está bien…»
—Vete a la verga, perra. A ti ni te importa.
«Que esté bien o te vas a arrepentir.»
—Muérete —dije, pero se lo dije al aire: mi interlocutora había colgado.
Plug y yo nos sentamos en el sillón.
—Te lo juro, no iba a hacer nada con él —me dijo refiriéndose a los mensajes de su teléfono—, lo he querido alejar. Pregúntales a mis amigas. Él es quien no me deja, está encaprichado porque me quiso mucho. Por favor perdóname. Yo sé que soy una basura. No es chantaje. Es que soy muy cobarde.
Ella miró el cable amarrado al barandal.
—Ni siquiera tengo el valor para matarme, sólo para lastimarme. De veras quiero ser diferente, tú lo mereces. ¿Ahora entiendes por qué desde el principio te decía “soy mala”?
Eso no lo solucionaba. Y por ser el loco que seguía a otro loco me sentía igual de vacío.
—No te culpo si me dejas o si ya no quieres hablarme. No te culpo si me tienes miedo. Pero puedes estar seguro: no mentí cuando dije que pensé en una nueva vida.
Por un momento le creí.
—Y no eres un trofeo. Te lo juro. Sí te di tu lugar. Él siempre ha sabido que te quiero y yo he sido débil para alejarlo. También me duele que hayas dejado tanto por mí, me duele también haber lastimado a Magali. Ya no puedo con la culpa.
Yo ya no le creía nada. En ese momento corrió de nuevo al baño y vomitó.
Y vomitó.
Y vomitó.
Y yo también sentí muchas nauseas.
Entonces aproveché el momento de soledad para salir al patio y abrir la bolsa de basura:
Una botella de Coca-Cola, papeles con excremento seco, sobres y condones usados emanando una peste rancia.
Recordé las palabras de la gitana cuando acompañé a Mutsumi-chan: «Te están trabajando». Empecé a buscar algún signo de tierra removida en el patio; entré a la casa y busqué en la alacena y en los lugares oscuros. No encontré nada. Desesperado regresé a su cuarto y revolví su closet. Nada. Abrí sus cajones y nada.
Cuando me asomé debajo de la cama ahí estaba: una rata rodeada de aromatizantes para cubrir el hedor a muerte. La vi muy bien, la saqué. La rata estaba casi aplastada; con cera le había pegado en los genitales y en el hocico vellos púbicos y cabellos míos. Debajo de la putrefacción, la rata olía a semen fétido, seguramente era mío. Tenía pegada mi foto con alfileres en los ojos.
Me levanté un poco en shock. Había confirmado mis sospechas, pero me sentía extraño, como si algo en mí se hubiera roto y se desprendiera. Esa sensación ya la tenía desde antes, desde la primera vez que estuve con ella. No lo comprendía pero ataba los cabos.
Regresé la rata a su lugar y volví a la sala.
Plug no salía del baño. Al entrar la vi dormida, abrazada de la taza, con un hilo de vómito aún colgando de su boca. La levanté y la llevé a la sala. Esperé mientras despertaba.
Cuando lo hizo me levanté nuevamente y me despedí. Ella estaba desconcertada. Cuando estuve en la puerta comenzó a gritar de nuevo que la perdonara, que le diera una oportunidad. La dejé en medio de sus alaridos.
Después me llamó por teléfono chillando como murciélago:
«Me voy a matar», gritó, «sabes que lo cumplo».
Poco antes de colgar escuché un sonido; pudo ser cualquier cosa, un movimiento de la silla-cadalso, el cable de la plancha tensado, el aire desplazado por la pólvora. Corté la llamada y no la volví a ver.
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