Días después, el pequeño Sócrates se había callado, llevaba días sin decirme nada, ni Diógenes ni Tatiana ni Andrés Puente.
En mi interior sólo había silencios rebotando en las paredes.
Desesperado, me arrojé a pisotear la hierba de los baldíos y los maizales en busca de una conciencia nueva.
Carolina así consiguió la suya.
—De nada te sirve —me advirtió cuando le enseñé, sobre mi hombro, una que encontré, y que hubiera escapado de un salto si no le arranco sus patitas violinistas.
—¿Por qué, Jack?
—Porque los grillos son como Dios: les hablas y no te contestan.
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