Mi familia desayunaba temprano como era su costumbre; sólo Hugo estaba ausente. Me senté en la mesa y me sorprendí cuando Padre me recordó que aquel día tocaría una banda de jazz en El Reloj. A las diez y media salí. En el quisco ya se encontraba Kikis y su Orquesta Metálica.
La plaza estaba llena de gente alegre; el clima no era tan frío para ser noviembre.
Los vendedores de globos paseaban de aquí para allá seduciendo con su mercancía a los niños; los niños corrían separados de las parejas; las parejas caminaban, abrazadas; los abrazos eran la moneda corriente de toda la plaza.
Después de una demostración de danzones la gente se empezó a congregar alrededor del quiosco donde la Orquesta Metálica hacía pruebas de sonido. Pasó un rato y comenzaron a tocar piezas con influencia de son. Se respiraba alegría y calma.
En un momento volteé hacia el oriente y de una de las calles bajaba una silueta lánguida con un andar desgarbado, era Sebastián. Cuando él cruzaba la calle, una Caribe a toda velocidad se pasó el semáforo en rojo. Sebastián estuvo a punto de ser atropellado; antes del impacto la Caribe dio un ligero enfrenón y mi amigo saltó un poco antes, como en una premonición. Llegó a la plaza con una elegante maroma; su traje estaba lleno de polvo. Se incorporó y caminó tranquilamente hacia mí, estuvo callado unos minutos y luego me habló.
—Vas a pensar que esta amistad se basa en la comida —me dijo. Vamos al café.
—¿Y el concierto?
—Se escuchará hasta allá —señaló una cafetería al aire libre en uno de los locales que rodeaban la plaza.
Nos sentamos en una mesa cubierta por una sombrilla. Al sentarme encendí un cigarro. Eran casi las doce del medio día. Mi amigo siguió callado, escuchando la música venida del quiosco. Yo me perdí en algunas contemplaciones, observaba la plaza. Ambos fantaseábamos. Él incluso hablaba consigo mismo, miraba fijamente un punto específico, como si hablara con alguien más.
Recargué la barbilla en las manos mientras sorbía el café que me recomendó el pintor: tenía whisky, clavo y yema de huevo, su sabor era delicado. Me incliné hacia delante para observar mejor el paisaje: niños, globos, perros, la plaza a reventar de agnosios, indigentes, todos como en un comercial familiar.
Un silencio mental me invadió. No escuché nada por unos instantes. Miré por debajo de la sombrilla al viejo Cerro del Lobo: un destello de luz, como un espejo, parpadeaba desde el asta bandera.
Una segunda intermitencia apareció cerca de la pequeña estatua del Cristo de piedra, en uno de los cerros del norte. Todo transcurrió más lento y el silencio se intensificó en un silbido, únicamente se colaban a mis oídos los murmullos de Sebastián, y no lograba descifrarlos. Me pregunté por qué había personas jugando con espejos.
Sebastián se incorporó velozmente, me tomó del cuello y del pecho y me arrojó hacia el interior del café con todas sus fuerzas. Me levanté confuso y al abrir mi boca un ruido ensordecedor calló mis reclamos al mismo tiempo que él caía junto a mí y me jalaba nuevamente del brazo hacia el piso.
Una explosión tremenda había ocurrido en la plaza. Quedé sordo y en menos de un segundo diminutos pedazos de cristal y polvo se impactaron contra mi rostro, el polvo llenó el lugar y yo caí al suelo.
Desperté unos diez minutos después todavía dentro del café, con un temblor incontenible y con un sensibilidad casi nula. Respiraba con mucha dificultad, al hacer una aspiración brusca una gran cantidad de polvo me llenó los pulmones y tosí dolorosamente. Recobré la vista poco a poco; mi equilibrio era muy malo. Temblaba cuando por fin logré abrir los ojos. Una masa de rocas cubría la entrada del café, estábamos atrapados.
Subí con dificultad por las escaleras intactas hacia la segunda planta. Una parte del edificio había desaparecido y la luz del sol me cegaba lo suficiente como para no ver los contornos mezclados de la plaza y el bullicio proveniente del exterior.
Sebastián me jaló de la ropa y subimos las siguientes plantas hasta llegar a la azotea del edificio, a unos doce metros del suelo. En el camino estuve a punto de caer varias veces. Al llegar arriba había recuperado la vista, estaba tembloroso, con las secuelas del choque. Nos dirigimos a la orilla entre tanques de gas con fugas y tinacos rotos, el polvo de los escombros apenas empezaba a asentarse.
Un hoyo enorme ocupaba el lugar de la mitad de la plaza. La gente gritaba o se mantenía catatónica en su sitio; otros más agonizaban semienterrados; la mayoría de las personas buscaban entre los escombros a sus familiares.
Del Reloj sólo quedaban trozos del casco, pedazos de maquinaria y roca cimbrada encima de la colorida hojalata del estacionamiento subterráneo. El quiosco había desaparecido.
Las palomas seguían en las cornisas y un montón de globos se perdían en las alturas. Nuestro edificio era el único con daños estructurales, los demás permanecían incólumes. Sebastián se dirigió a mí.
—Mira —señaló al norte y luego miró el horizonte.
El Cristo de piedra había desaparecido, en su lugar se levantaba otra nube de polvo. Miré la periferia y vi varias manchas similares en distintos puntos de la ciudad. De pronto la bandera empezó a arder en llamas. Sebastián y yo saltamos a la azotea de un edificio vecino y bajamos de nuevo a las calles del Centro.
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