Ella me lanzaba una mirada inescrutable, boleaba mis zapatos con furia, vengándose de quién sabe qué.
—Anda, te conviene, únicamente di sí, te tengo dos propuestas; una nos beneficia y la otra sólo me beneficia.
—Quédate con las ganas, vas a sufrir más tú si me ves bolear mis dos pares de zapatos y además los tuyos.
Le arrebaté su bota negra. Ella siempre hacía lo mismo: se enojaba y comenzaba a trabajar o a hacer el quehacer, barría mi cuarto, ordenaba mi mochila, usurpaba mis deberes para hacerme sentir mal, para liberar su enojo, no lo sé.
—Muy bien —dijo—, yo les pongo la grasa y tú los lustras, así estaremos a mano.
—¿Por qué le pones agua a la grasa?
—Son secretos de abuelitas.
—Tú no conociste a tu abuela.
—Entonces es la nostalgia.
Mi brazo se agitaba con furia, siempre me encabronó que ella tomara esa actitud.
Las partes con pequeñas gotas de rocío quedaban más opacas, requerían un mayor esfuerzo. Por lo visto las abuelitas no siempre tienen la razón.
Ella permaneció en silencio.
—Ya te pedí disculpas, ya te explique mi situación, ya te dije por qué lo hice, si no estás de humor para ponerte de buenas no puedo hacer nada más... ¿Recuerdas?, el otro día preguntabas por qué los políticos nunca se ponen de acuerdo; es por su simple orgullo.
Silencio.
—¿Te acuerdas de mi amigo de la secundaria, el de segundo grado? Una zorrita quería con él, se enojaba conmigo porque creía que se lo iba a bajar, ¿Por qué las mujeres creen que te juntas con un hombre sólo para acostarte con él?
—No sé... ¿tú confías en las demás mujeres?
—Ni madres, son clamidias; me descuido tantito y te envuelven como tamal oaxaqueño.
—Ahí tienes una respuesta.

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