Otousama y Okaasama ya desayunaban aquel sábado cuando me vieron entrar a la casa, me miraron sin decir nada y siguieron masticando sus chilaquiles en compañía del Sempai. Cuando terminaron, se fueron sin hablarme y el Sempai, sintiendo algo de compasión, me pidió que les explicara.
Más tarde me acorralaron en la sala y me dijeron que su casa no era motel de paso. Si tanto me gustaba dormir fuera sin avisarles, de una vez podía empacar mis cosas y mudarme a algún parque, o bajo un puente, o de plano a la Mutsumi Hall.
Hasta ese momento ellos no sabían nada de Plug, tampoco sabían que esa noche había encontrado aquella rata bajo su cama, ni que la había dejado con el cable de la plancha en el pescuezo.
Habían llamado muy temprano a Mutsumi-chan para preguntarle por qué diablos no me dejaba llegar a mi casa cuatro o cinco veces por semana. El señor Daft le había contestado que la suya era una casa decente y que mis hábitos no tenían relación con ellos o con Mutsumi-chan. Ambos padres se apalabraron por teléfono y mi teatro por fin se cayó.
Varios días después fui a ver a Mutsumi-chan. Casi era diciembre y yo había permanecido todo ese tiempo encerrado en mi cuarto, comiendo Toreadas Habanero y empedándome con un cognac robado de la casa de Licona cuando fue su cumpleaños o el de mi primo.
Había estado encerrado, jugando Chrono Trigger o alguna secuela de Final Fantasy en el emulador de Supernintendo y bajando videoescándalos de la esfínternet: como la misteriosa verga que se clavaba a Noelia, la nightcam en la cual se adivinaba el perfil del culo de Paris Hilton, jalándomela entre misión y misión, bastante ebrio y comiendo papitas.
Me costó mucho trabajo salir de la cama.
Fue Fili quien me explicó, cuando hablé con él por teléfono, que la rata con mi foto era un sortilegio poderosísimo: «Un horrocrux, Sayayín, como los de Harry Potter» con el cual me había arrancado un pedazo de alma; quizá por eso yo estaba tan enculado, me dijo, por eso sentía que la extrañaba tanto, aunque en realidad no fuera así, y cometí un error tremendo dejándolo en donde estaba porque ella seguiría manejando mis hilos hasta hacerme volver.
Yo no le creí. «El alma no existe», le dije, «existe la neurofisiología». Aún así me costó mucho salir tras los días de autoconfinamiento, vestirme decentemente y visitar a Mutsumi-chan. Ella merecía una explicación; yo no tenía nada para decirle. En verdad nada.
Me recibieron el señor Daft y la señora Punk, con bastante recelo. Morgan y Alquimia no me hablaban y Macabra seguía sumergida en sus propios problemas con Crog como para interesarse por mi presencia.
Aquel fue un silencio largo. Muy largo. Casi ni miré a Mutsumi-chan aunque adivinaba sus lágrimas debajo del cabello.
Para colmo, antes de mi primer día de encierro tuve la ocurrencia de pasar frente a la casa de Plug, por nostalgia, supongo, y algún conocido de Mutsumi-chan me vio en ese momento y fue a contarle:
«Magali, vimos a Hugo así y asá, hace como una semana, caminando por la Aquiles.»
Incapaces de hablar en la sala, salimos a caminar al centro, cerca de su casa, primero a Guerrero, luego a Niños Héroes y, finalmente, a un café frente a la Plaza Independencia. Cuando terminamos fuimos hacia el asta bandera de la plaza y miramos el hueco lleno de escombros donde unas semanas antes la Torre del Reloj aún daba la hora.
Te pasaste —interrumpió de pronto. Sebastián estaba aquí, frente al kiosco, de milagro no le reventaste la cabeza.
No dije nada.
Y mi casa —continuó unos minutos después—, la azotea sigue llena de polvo, de piedras, por suerte no rompieron el techo. Esa idiotez de Ikari fue muy lejos. Pensé que acabaría con los las fotos de mis compañeras, o con la bomba en las Ventanas. Nunca te creí capaz de llegar hasta este punto.
Continué callado.
Y esa puta…
Mutsumi-chan se alejó.
Me quedé plantado en el mismo sitio, angustiado, sin pensar en nada concreto, con una mezcla de ira y frustración palpitando en mis puños.
Unos minutos después ella volvió. Respiraba profundamente, como si intentara calmarse.
¿Por qué no fuiste por mí ahorita que me aleje? No te importo ¿verdad?, siempre soy yo, siempre yo la pendeja que regresa. Tú no eres capaz de mover un dedo, no fuera alguna de tus putas porque ahí sí, ¿verdad?
Seguí callado, con ella era así cuando se enojaba: malo si lo hacía, malo si no lo hacía.
Dime algo, carajo, odio cuando te quedas callado.
No lo hice. Traté de abrazarla y me alejó manoteando. Le ofrecí disculpas, era lo único que me salía con sinceridad. Mi enojo empezaba a ser visible.
Por qué no te disculpas con tu hermano, eh, con el profesor Sebastián, con Kikis, con cada una de las personas a las que les jodiste la vida.
No puedo, Rocky. No me nace. Me da vergüenza, supongo.
Vergüenza te falta, siempre hablando de tu Aristóteles de bolsillo…
Sócrates, corregí.
¡Me vale madre!, Hugo, me vale madre… Al menos no le dijiste nada a la clamidia, no supo que tú fuiste ¿verdad?
Me quedé callado. Mutsumi-chan se apretó la cabeza con las manos:
No es posible que seas tan pendejo.
Bajé la cabeza, me enterré la uñas en la cara y sentí algo dentro de mí partiéndose un poco más cada vez que ella insistía en hacerme hablar.
Tuve ganas de golpear algo, no a ella sino cualquier cosa, una pared o yo mismo.
Apreté los labios y de mis ojos, como cuando exprimes descuidadamente un limón, salieron algunas partículas disparadas en todas direcciones; parecían venir de aquella opresión en el esófago. Mutsumi-chan lo notó y se alejó un poco, como si tuviera miedo de recibir un golpe.
Ella, como yo, sabía que ya no había más.
La fui a dejar a su casa y regresé a la mía para ver si ya había bajado ese video en el cual Ray J ensartaba a Kim Kardashian. Y por dentro, mientras arrancaba con desgano hojas de todos los árboles, guardaba la esperanza de que la noche me tragara pedazo por pedazo.

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