Antes de la llegada de Orri al café Estival pasé a comprar unos cigarros baratos y a visitar el baño. Di un golpe fuerte al letrero colgante. Ya sentado sobre el retrete, me entretuve leyendo las marranadas escritas en las paredes de los cubículos; en aquel tiempo eran el equivalente del Match y el Facebook. Destacaré uno en particular:
Orri le di por el Aniseto coje vien chingon
Seguido de su número telefónico y un link al video del baile frente a su webcam (al día siguiente lo usé para consolarme después de aquellas horas extrañas). Claro, me gustaba releer mis propios textos. Hasta le puse otra falta de ortografía, para darle mayor credibilidad.
Regresé a la mesa.
Fili buscaba cualquier pretexto para discutir y usar adjetivos de más de cinco sílabas; cuando se levantó al baño, Chuck me explicó que, en medio de los alterados ímpetus, sustraía las energías de quienes se ponían agresivos. Según ellos, las líneas de las manos de Fili estaban muy marcadas, en la quiromancia eso significaba que estaba pronto a llegarle al más allá, por tanto debía obtener energía vital de cualquier medio.
Didi se quejaba: Fili seguía entrando en sus sueños. Por aquella época les dio por argumentar que el hecho de tomar café no los hacía menos socialistas, y contaban chistes de negros y judíos y hablaban de huelgas universitarias en Ixtapalapa. Se respiraba una atmósfera completamente absurda. Sin embargo algo había de cierto en toda esa maraña: la muerte, esa santa, nos rondaba.
En medio de aquel cuadro estaba yo, mirando a otras morras, a escondidas de Orri.
A mi vida le hacía falta que toda la cotidianeidad se fuera a la entrada del Tártaro, que el destino me diera un par de óbolos para pagarle a Caronte. Aquel era el día.
Orri y yo salimos del Estival para platicar nuestros problemas. Llevábamos poco menos de un mes como pareja y ya peleábamos por diferencias de personalidad, de carácter, de cualquier cosa.
Mis hábitos le molestaban hasta lo más profundo de sus entrañas, odiaba las bukowskianas, el Henning y el ojorrojo, y odiaba sobre todo mi ausencia de escrúpulos hacia «toda esa autodestrucción»; yo, la verdad, no entendía a qué se refería, me parecía una exageración.
Todo empezó cuando empezamos a coger, yo pasaba por un periodo hardcore, me gustaba el ass to mouth, el creampie, el fisting, las cachetadas en las chichis y esas cosas, pero a ella nunca le deslicé la hipodérmica hasta la garganta, nunca le metí objetos extraños, ni traté de ampliar sus horizontes demasiado, ni siquiera le sugerí el trío con Fluff que traía en mente, mucho menos le abrí orificios nuevos con arma blanca para follarla por el costado como todo un Longino.
Habíamos cogido sólo unas tres ocasiones y de pronto yo debía cargar con todo su arrepentimiento, porque «todavía era medio virgen» y por su madre y no sé cuánto (hasta las sluts tienen un pequeño Sócrates de bolsillo).
Después de nuestro último asalto ella se puso particularmente culposa. Harto de oírla, le dije: «Si lo que quieres es sangre en tu noche de bodas, hazte una himenoterapia dos meses antes». Eso la insultó. Terminé recomendándole el tepetomatl, hierba de fácil obtención con las brujas del mercado; según Fili, era utilizada por los aztecas para estrechar el coño. Tampoco quiso.
Después de eso, todo en ella empezó a resultarme molesto: sus ojos de moco, su celulitis, el sexo suplicio. Me molestaba hasta cómo agarraba la taza de café.
Un par de semanas antes le había dado un ataque epiléptico por culpa de su cisticerco, pedaleaba en la bicicleta fija en el gimnasio, se le alteró el pulso cardiaco, se fue de hocico a la duela y no sé qué más. Le metieron una toalla en sus fauces para evitar que se masticara la lengua. Cuando dije: «Culpa a tu madre por darte fresas sin lavar», lo tomó también como un insulto; la culpa era del sol, dijo, y de la tensión, y del estrés... Estaba enferma y de verdad parecía moribunda.
Cualquier cosa nueva en ella aumentaba mi aversión, me daban ganas de molerla a golpes, embutir su carne y hacer grenetina con sus huesos para prepararme unos flanes, aguados como ella. Tan patética. Hasta los perros le ladraban y la correteaban para morderla. Una inútil. Sólo salía si alguien la recogía en la puerta de su casa. La llevaban a la escuela y no era capaz de regresar tomando cualquier transporte, no, alguien debía regresarla. Y caminaba con tanta hueva: siempre sabías cuando venía porque la precedían las piedritas que pateaba; ni siquiera caminaba, arrastraba las piernas. Una inútil. Para agradar hablaba con un odioso sonsonete, y sólo decía frases hechas. Era un catálogo ambulante de enfermedades y ya ni siquiera quería clavar. Tan flácida por dentro y por fuera. Toda ella era un flan. Y había momentos en los cuales pensaba que en cualquier momento perdería la cohesión, como una cubetada de agua, y se evaporaría.
Incapaces de solucionar nuestras diferencias regresamos a la mesa.
En el camino, al pasar por los libros, Orri le coqueteó al Sempai; había ido a parar al Estival. Yo la empujé contra un estante de best sellers; no se perdía mucho ni de uno ni de otro lado. Ella cayó de costado y después se quedó recogiendo el tiradero; mientras uno de los cajeros la regañaba, me echó unos ojos de muérete-hijo-de-puta. El Sempai, todo un caballero, se quedó deteniéndole la bolsa, hasta que, toda enojada, regresó a la mesa y se sentó del lado de Didi, quien se dio cuenta.
—Uy, su primer pleito de novios, que lindo, ¿te acuerdas, Chuck, de nuestro primer pleito? Que bonito. Que bonito.
El Sempai se había sentado en la mesa del profesor Sebastián, frente a Orri, y la muy puta le coqueteaba ¡A mi oniichan!… bueno, compartimos el mismo adn, era lógico que el Sempai le pareciera un galán, todo un tipazo, pero era mi oniichan, si con un compa no se comparte a la vaina, menos con un oniichan. Quizá lo hizo porque se dio cuenta de que yo hacía lo mismo cuando la Marrana se descuidaba: me comía con los ojos a la pequeña Mutsumi-chan, y ella me correspondía.
Cuando se hartó del juego, interrumpió mi coqueteo exigiendo toda mi atención.
—Odio mi vida, Hugo, a veces me gustaría suicidarme.
Puta, era odioso cuando empezaban a cortarse las venas con un mazapán. Odioso, odioso. Escuchaba esa pendejada cada dos semanas y cada vez me ponía más impaciente cuando una slut la repetía.
—Si quieres te ayudo, te lo mereces.
Eso lo pensé en voz alta. No lo hubiera dicho. Orri puso ojos de Candy Candy.
—No es cierto —reparé—, no deberías pensar así, Alondra… ¿Te conté de mi tío Licona?, se aventó de un séptimo piso.
—No.
—Tenía un chingo de deudas porque le pagaba la escuela privada a mi primo y traía coche del año y le gustaba apostar en los partidos: que los Gallos le ganaban al América o al Cruz azul, y esas cosas. Un día de pronto dijo «Va», y se aventó.
—¿Y?
—Ah, pues no sé cómo cayó, pero quedó vivo y cuadrapléjico.
—¿Y luego?
—Pues ya no se pudo suicidar, o sea, después. Misterios del concurso divino. Se quedó quietecito en una cama, vegetando y consciente, lo sabías por cómo movía sus ojos los primeros días. Luego empezó a sentirse Ramón Sanpedro y andaba queriendo legalizar la eutanasia en Agnosia…
—Nunca entiendo hacia dónde vas.
—Para eso tenemos al pequeño Sócrates de bolsillo, si pactas con él ya chingaste a tu madre, porque lo matas. Es como si la Orri que es mejor, la residente de tu cerebrito (Hooola, ¿Hay un par de neuronas perezosas ahí dentro?), le hablara a la Orri que eres ahora… si te pusieras a negociar con ella, entonces tu conciencia se volvería permisiva.
—¿Y eso qué diablos significa?
—Pues así ya para qué la quieres.
—No entiendo cómo alguien como tú pudo sacar diez en Ética.
—¿Porque no soy bueno?
—Tus palabras no tienen nada que ver con tus actos.
—Mira, el tío Licona antes era de esos vatos duros, de joven trabajaba en una hielería, él decía: «Las pastillas y los navajazos bajo el agua son puterías, ¿Té quieres suicidar?, como hombre, culero, ponte un mecate en el pescuezo, párate en un bloque de hielo y espera a que se derrita».
—Pero estamos hablando de mí, de mis sentimientos, no de tu tío Juan Topo, eres un egoísta.
—No exageres, te aseguro que nadie te ha aguantado tanto como yo.
—Eres un hijo de la chingada, cínico.
—Parido por ti, seguramente. Ora sí, hasta Edipo resulté.
—Chinga tu madre.
—Mejor me chingo a la tuya, está más buena que tú.
Didi nos miraba perpleja y Fili lo hacía disimuladamente, con mucho interés. Nos quedamos callados.
Orri tuvo ganas de ir al baño. «Acompáñame», dijo.
Bajé de mala gana. No resolvíamos nada y, llegado a ese punto, los demás ya nos habían excluido de la plática.
Antes de que ella entrara di un golpe más fuerte de lo habitual al letrero de madera, pegó en el techo y comenzó a oscilar. Ella me miró con decepción, limpió sus ojos y entró. A mí ya me valía madre.
Entró al baño. Yo me quedé solo, me acerqué al cenicero, me puse en cuclillas y empecé a enterrar las colillas anónimas en la arena, como si fueran los cilindros invasores de H. G. Wells, luego los enderecé y les puse otras colillas encima para hacer un crómlech. El letrero seguía oscilando. A la mitad de aquel modelo a escala de Stonehenge me aburrí y me levanté, me puse frente a la puerta a esperar. Unas personas llegaron a hablar por teléfono. Yo estaba de pie contemplando cómo disminuía el movimiento del letrero. Algo llamó mi atención: un eslabón débil de la cadena se estaba venciendo.
De pronto caería en la cabeza de Orri, pensé divertido; su sangre comenzaría a correr como un pequeño manantial. Yo gritaría desesperado y sin pensar: «Un doctor, por el amor de Dios, traigan un doctor». Un hombre trajeado con olor a Hermenegildo Zegna se me acercaría curioso y con buena prestancia, me hablaría cortésmente: «Yo soy doctor», diría, «¿En qué puedo ayudarte?»; «¿Cómo en qué?, ¿no lo ve, Orri se desangra, culero? haga algo, sálvela». Y el vato diría «No, yo soy doctor en economía, generación 88-90, posgraduado en la Ibero». Y luego de un silencio remataría: «No hay nada que hacer, Neko; oye, ¿Te puedo dejar mi tarjeta? Es que aquí en provincia estoy sobrecalificado, anda, sólo por si necesitas servicios de consultoría». Y yo le diría «Gracias, lo tendré en cuenta la próxima vez que mis acciones en Telmex se vayan a la mierda».
Cuando Orri salió del baño, el letrero le cayó en la cabeza. Una de las aristas pegó contundente en su mollera. Cayó al piso y al principio no pasó nada, luego un hilo de sangre adelgazada y traslúcida, que no tenía nada que envidiarle al del pirata José Arcadio Buendía, avanzó por el corredor. Yo me asusté ¿hemofilia? ¿leucemia? ¿lupus?, ¿Qué extraña enfermedad me había ocultado? Doctor House diría: «Es lupus», siempre es lupus.
Unos empleados me encontraron gritando frente a ella.
La llevamos a un hospital y hablamos a su okaasan; estuve con ella todo el tiempo. La herida era grave. Aquel agujero en el cráneo no dejaba de sangrar.
Los testigos en los teléfonos me habían visto lejos, «El chico es inocente», dirían; mas yo sabría que era mi culpa, por golpear el letrero tantas veces, como si hubiera preparado aquel momento proféticamente, aun antes de conocerla.
La herida no coagulaba y entonces todo tuvo sentido ¿acetona, almendras dulces?, el olor de su boca: diabetes juvenil.
Lo único bueno de todo aquello fue que en el Estival cambiaron lo eslabones por unos de acero cromado.
Me dolió, la verdad, mas no por mucho tiempo. No me nació vestir de negro ni guardar luto. Tampoco tuve el tacto de visitar a su okaasan, corté toda relación con ella, ni siquiera me presenté a declarar cuando demandó al Estival.
Horas después del accidente vi a Orri cubierta por un velo. Y al día siguiente la caja. Y luego los tres metros de rigor, y una tonelada de tierra y raíces. Esa noche, después de masturbarme con su video del Youtube, soñé su rostro, banquete de gusanos, y empecé a desearla más, quizá porque ya no estaba.
Nueve días después yo estaba de nuevo en el Estival fingiendo un dolor por ella, y también fingiendo ignorar otro: que sólo me quedaba ver con resignación cómo todo se iba a la verga, que no importa cuánto intentara darle sentido a mi vida porque estaba hueco.
«Pobre Neko», me consolaban, «cómo te has de sentir».
Y yo sonreía dulcemente, bajando la mirada, un viejo ademán prefabricado para recibir lástimas. Me daba resultado. Fingir una sonrisa, hacerles creer que me importan, o que yo a ellos.
La vida, un simulacro.
En el fondo no era ella quien me importaba, sino aquello roto en mi interior después del accidente. Mi mente, llena de datos, de una creatividad enfocada en el derrumbe, ya no podía asirse de nada. Era como si Orri se hubiera llevado todas mis creencias.
Cuando volvió de Argentina, Focko dijo: «El primer asesinato es una iniciación, te marca o te vacía. Si ya lo has hecho no se te dificultará repetirlo».
Aquello era una certeza sin forma, distante y conectada con la fase final de Ikari. En ese momento la última instalación ni siquiera existía, mas vino a mí también como una profecía, como una imagen de una fracción de segundo: un paisaje habitado por el polvo y las ruinas.
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