Uno de mis caprichos fue visitar Catemaco. Después de vivir una temporada en el Chilango, de
cambiarnos los nombres y de vender la Caribe, Mutsumi-chan y yo vinimos al Sur.
Tras romper el último huevo al séptimo día de nuestra estancia constaté que en
su interior se hallaba una criatura viscosa, parecida a una lamprea, muerta
entre el líquido negro. Las siguientes cuatro horas las pasé vomitando en la Laguna.
Una bruja me había curado la rabia.
Conforme transcurrieron los días, aquello que había definido mi vida
desde que tenía memoria disminuyó lentamente hasta desaparecer. Aún así
debieron pasar algunos años antes de tomar este cuaderno y recapitular los
hechos que me trajeron al Sur.
Lejos quedaba el día que pasé al pie del asta
en la punta del Cerro del Lobo. Unas ratas callejeras, fugitivas del dif, dormían bajo la bandera desgarrada.
Si hubieran despertado seguro me encueraban y mataban a mordidas; así el placer
era doble; triple, si quería disfrutar del espectáculo antes de doparme con su
aliento a thinner y Resistol 5000.
Las motivaciones no estaban del todo claras,
nunca lo estuvieron, y aquel día en la cima todo parecía hermoso; la sensación
del viento contra la cara, inigualable; la satisfacción me hacía mantener la
sonrisa mientras destapaba una Coca-Cola bien fría. Siete u ocho minutos antes
marqué al 066 para movilizar a los cuerpos de rescate hacia los barrios
puertorriqueños en la punta del cerro La Raza, con aquel señuelo de humo que
instalamos unos días antes.
En el cerro de enfrente, los vehículos
subían, uno a uno, por una estrecha calle, dos, tres, cuatro cuadras arriba de
la zona de seguridad. Recordé todas las veces que me dijeron en la escuela que
no hiciera bromas a los números de emergencia. «A la chingada», me dije. Al
mismo tiempo, aquella sensación seguía revolviéndome por dentro.
Era una edad en mi vida cuando la música lo era
todo. Y mientras esperaba que el detonador hiciera lo suyo me debatía entre escuchar
una canción u otra; algunas poseían aquel ánimo destructivo descrito con
precisión, en la letra y en la música; otras poseían no el ánimo sino la
esencia, el acto mismo. Una debía fijar en mi memoria ese momento, ¿Pero cuál?
Cuando empezó la demolición aquella escena
tomó sentido: imaginar el suave y lejano rumor de las sirenas; ver de un cerro
al otro la caravana de torretas, bomberos, ambulancias, patrullas que subían
lentamente e intentaban dar marcha atrás en aquella calle de un carril,
mientras el polvo ascendía en puntos distantes de la ciudad, imaginar las caras
de los cuerpos de rescate desesperados por tener que regresar.
Quizá después de aquello todo mi mundo
terminaría de venirse abajo, o se arreglaría. Por el momento sólo podía
recordar cómo había llegado ahí.
La espiral empezó a dar vueltas cuando
paseaba por la Laguna de Cianuro en los Jales. Con la perra de Focko, y con Focko.
Arrojábamos una botella de refresco al río seco y la perra corría velozmente a
traerlo, haciendo un esfuerzo sobreanimal por escalar la pendiente… Momento,
no, comenzó antes, tras aprobar mi examen de admisión en la ulcera. Una vez recibido en la H institución
de estudios superiores… No es cierto, fue antes, en casa de la familia Neko, en
el cuarto de esfínternet que casualmente era el mío.
Observaba un video de Sasha Grey mientras
cubría con mi cuerpo el monitor para que Kaede-chan no viera aquel lastimero
espectáculo (el mío, no el de Sasha), inadecuado para su tierna edad.
Empezó justo en marzo, cuando Agnosia aún no
sabía de terrorismo, ni de asesinatos en iglesias, cuando los cárteles apenas
empezaban su agencia de seguridad micro empresarial, cuando no había autopista
Arco Norte, ni Aeropuerto, ni Refinería, ni Agencia Espacial, cuando la región
aún no era zona sísmica ni se abrían esos gigantescos hoyos a mitad de la
ciudad que se tragaban casas y calles enteras, cuando los políticos se quedaban
en el closet y aún había excedentes petroleros, antes de que los zombis
salieran del drenaje profundo (antes, incluso, de que hubiera drenaje profundo;
cuando 400 milímetros anuales de precipitación pluvial bastaba para
damnificarse), antes de que hubiera internet hasta en los relojes de pulsera, y
paracaidismo a 200 kilómetros de altura. Nuestro presidente decía que nos
quedaban pocos años de reservas de crudo, luego viviríamos de las remesas y el
turismo, mientras se levantaba nuestro bloqueo tecnológico. En un país que no
refina su azúcar, sus gustos o su petróleo, un país que importa maíz desde
Iowa, un país steampunk, ésas eran nuestras certezas desarrollistas, nuestras
cinco heces competitivas. Un mundo donde las baterías de los autos eléctricos
sólo eran especulaciones en tesis universitarias y el petróleo seguía siendo
base de la economía. Un mundo donde los asesores del presidente, en orden de
importancia, eran Johnnie Walker y Jesús.
La idea primigenia la aportó Kaede-chan sin
saberlo, ella tendría unos dos años y medio, jugaba en el piso mientras yo
comprobaba, angustiado, la prodigiosa elasticidad del vocabulario de Sasha; y
mientras la actriz soltaba joyas como «Gimme u’r tasty shittie dick»,
Kaede-chan manipulaba los cerillos cerca de una torre de corcholatas.
Le di el golpe a una bocanada de azufre; al
mirar, ella aplaudía su obra casi perfecta mientras arrugaba su nariz y sacudía
sus deditos quemados, aguantaba el llanto para que no la regañara.
Mejoró su método con un segundo intento: la
columna de humo fue mayor y esta vez no quedó con los dedos amarillos. Luego
terminó el video de Sasha y empezó uno de Ashli Orion: al final ella aspiraba el
semen con la nariz como si fuera una línea de speed; inmediatamente después
vino un capítulo de Evangelion (de esos psicológicos que sólo entienden
los hermenautas). Entonces mi cabeza comenzó a trabajar y luego olvidó o, para
ser más exacto, confinó aquella información para otro momento.
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