Durante todo este tiempo he pasado totalmente por alto dos hechos:
1. Alguna vez me encontraron una piedra de cuatro centímetros en la vesícula.
Y 2. Mi mayor placer era (es) ver que los días avanzaran rápido.
Eso me convertía en un anticuado. Me explico:
Mi generación tuvo pocos iracundos y muchos hedonistas. Cuando le preguntabas a Tongo, a Baxter, o a cualquier inmortal «¿Cómo estás?», ellos respondían: «De lujo». Tal vez era mentira. Tal vez se sentían igual de podridos por dentro, pero mostrar esa podredumbre no era lo usual.
Y tenía sentido: según la onu, una tercera parte del planeta estaba encabronada o deprimida; una enfermedad mental era lo más lógico en un mundo que logró convertir en gripas los males que en otras décadas aniquilaban a países enteros, había un vacío de poder.
En aquel contexto, ser feliz o aparentarlo era en sí mismo un acto de rebeldía, puro avant garde. Yo mismo profesé esa religión toda mi edad inmortal.
Claro, eso fue antes de enterarme de la piedra. Durante esos dos o tres meses, aquel inquilino de calcio se convirtió en una especie de estigma, revelaba como ningún otro signo, carta astral o test el estado de mi neurofisiología.
Okaasan, quien a veces se recordaba su condición materna, con toda la seguridad otorgada por mis radiografías me lo dijo una vez:
«Deja de pelear. Deja de maldecir. Disfruta tu vida.»
Ella creía que yo lo hacía en su contra, o en contra de Otousan, de Kaede-chan y del Sempai. La verdad yo simplemente me sentía como un hombre de otra época. Deseaba que los días avanzaran rápido y las personas permanecieran cerca durante poco tiempo. O mejor: que estuvieran totalmente alejadas.
Eso no era ninguna garantía. No me agradarían más sólo porque estuvieran lejos: perdí muchas amistades por desidia, simplemente porque dije: después.
Después después después.
Una médium de Ilhuicatépetl poseída por el espíritu de un cirujano decimonónico me sacó la piedra usando sólo sus manos mientras entonaba oraciones a una deidad desconocida. Me llevó el profesor Sebastián, harto de oír mis quejas en el taller.
Okaasan y Otousan nunca lo supieron; ellos sólo llevaron a la basílica un exvoto con mis radiografías de antes y después decoradas con foami, papel crepé y otras manualidades.
Tuve ganas de volver con la médium para sacar de mis pulmones la mierda acumulada por años de tabaquismo, como Constantin, pero supuse que aquello era karma, a diferencia de la piedra, y no funcionaría.
Alguna vez volví a Agnosia, sabes; el señor Daft estaba muriendo de cáncer y Mutsumi-chan me convenció de visitarlo una última vez.
Estando en aquella casa llena de recuerdos desdibujados, ante esas personas que en algún tiempo me inspiraban tanto odio y que ahora me hacían sentir como si fueran mi única familia, pensé en todo lo vivido.
Todavía me quedaba vida para hacer una nueva piedra.
Mutsumi-chan me preguntó si no deseaba ir a casa a saludar, sin ninguna explicación, simplemente para darle un abrazo al Sempai o a Kaede-chan y preguntar por Otousan y Okaasan; simplemente para escuchar aquello que ya sabía: ellos se habían ido un par de años atrás y yo ni siquiera mandé una puta tarjeta.
Por eso decliné la sugerencia de Mutsumi-chan; debíamos irnos pronto. El Sempai y Kaede-chan estarían bien y yo prefería que las personas y los días avanzaran rápido.
Ese mismo apetito por la disgregación me hizo alejarme hasta de mis muertos pues, luego de algún tiempo, ni a ellos me gusta visitar en el cementerio.
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