Una mujer vestida de azul visitaba mis alucinaciones; su visita era breve, apenas unos segundos. Un escalofrío me paralizaba, luego desaparecía y yo despertaba.
Repetí aquella dieta de Mutsumi-chan, esta vez yo solo: un vaso de cerveza de raíz y un mendrugo de pan al amanecer, el resto del día me mantenía bebiendo Coca-Colas, café y cigarros, unas tracas, unas líneas, unos gallos.
Con el paso de los días se multiplicaron las alucinaciones: ratas, jóvenes, ancianos... Orri y Plug también estaban ahí. Me recriminaban, me insultaban, me hacían desearlas, lanzaban preguntas en un momento en el cual yo detestaba los cuestionamientos; preguntaban, preguntaban, aaarghhh, y yo despertaba.
Otras ocasiones veía a Mutsumi-chan, nítida, como si en verdad visitara mis sueños.
Un día, Baxter y yo estábamos en casa de Vacmo, su hermana se casaba y se iban a Los Ángeles. Vacmo se apuntó, no a California sino a Salt Lake City, para unas vacaciones con sus familiares. Después de muchas negras y muchas despedidas Vacmo se fue. A los tres días vino conmigo Baxter.
—Me dieron de baja de la ulcera. Mis jefes se van a encabronar.
—Y además estás gordo, vete a hacer zumba.
—En serio lo intenté. ¿Nunca te conté por qué soy tan puntual?
—¿Lo eres?, ni en cuenta.
—A los quince años quise entrar al Ejército; no me aceptaron. Pasé las pruebas físicas y las psicométricas, pero reprobé las psicológicas. Fue después de que entró en vigor la iso imperial. Siempre fui muy disciplinado.
—Aunque no te arrugas a la hora de los putazos, ¿soportarías el Big Brother?
—No lo creo, mi buen Gato, por eso me rechazaron, ¿o no?
Hicimos un silencio.
—Sabes qué, vámonos a ver a un compa, ahorita tiene un material bastante bueno y yo necesito consuelo.
Llegamos al departamento de unos amigos suyos. En todo el lugar no había más que dos colchones, una estufa y una grabadora. En la barra de la cocina había una peseta de gallo desmenuzado y unos porros listos para fumar. Nos dimos un toque y pusimos un disco de Hocico. Nos tiramos al piso y nos dejamos llevar por el vaivén de la música industrial. En mi cabeza se formaron algunas figuras. Eso sólo me había ocurrido una vez cuando escuchaba surf y me sonó a cumbia.
En algún momento del viaje se abría la puerta y yo lograba distinguir una figura azul. El miedo volvió, aquella mujer nuevamente. Me malviajé pero no pude levantarme, estuve así mucho tiempo, fue hasta que la canción Sexo bajo testosterona sonó por tercera vez cuando recobré un poco de conciencia. Agradecí como nunca la boca reseca.
Varios días después quisimos repetir. Esta vez había cotorreo en la casa. Unas amigas de Baxter preparaban la comida. Me gustó una de ellas y mientras comíamos atún con chiles en vinagre aproveché para abordarla.
—Qué rica comida —le dije—, tú te llamas…
—Ya nos presentamos, desde la otra vez…
—¿Cuándo?
—Tú eres Hugo, estabas en la alfombra el otro día.
Huevos, pensé. Me alejé de ella y estuve paseando una negra todo el rato. Media hora después Baxter propuso un juego, “El Rey pide”. Fui el primer rey, y todos mis castigos eran de prenda, para romper el hielo. A continuación ella fue la reina y como venganza por haberle dejado las chichis a la intemperie, me desvistió en cada turno y, al final, dijo: «Tu castigo será desmayarte».
—Eso es imposible —dije, en calzones.
Baxter se levantó y dijo: «Yo lo desmayo».
—Ponte en cuclillas y respira cinco veces —me ordenó. Ahora en la quinta respiración saca el aire y levántate despacio, cruza las muñecas y ponlas en tus hombros. Se puso detrás de mí y pude sentir su verga erecta. Antes de que pudiera quejarme, me levantó por la espalda y me apretó el pecho varias veces. Yo sólo vi la arista del techo mientras me dejaba vencer por aquellos apretones.
Todo era ruido, gritos y risas; luces de colores en un fondo negro sin dimensión alguna. Sentí como si hubiera estado inconsciente durante semanas, extraviado en algún limbo. Luego todo comenzó a moverse y fui arrebatado de mi placenta cósmica.
Abrí los ojos en el rincón de la habitación. Estaba mareado. Todos me observaban. Entre aquel caos logré identificar a Baxter; se masturbaba sin dejar de mirarme. Luego vi a la reina muerta de risa.
—¿Dónde estoy?
—Se norteó el Gato, y sólo se desmayó cinco minutos.
Me reí con ellos por compromiso.
Aquel encuentro con la reina no llegó nunca. Me vestí y salí del departamento.
Al llegar a casa, el Sempai me esperaba para irnos al hospital. Don Fénix había tenido un ataque y debían hacerle una diálisis urgente.

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