Una tarde volví a ver a Sócrates y a Diógenes. Estaba bebiendo en casa de Inés cuando entró una llamada a mi teléfono. Era Baxter y le urgía verme en su casa, de preferencia con la cartera llena.
En las últimas semanas había montado una microempresa de speed: conseguía con un zeta dos o tres grapas o, muy rayado, una piedra de buen tamaño.
Los primeros días me pedía ayuda para prepararla. Por lo general la rebajábamos con matarratas, para los conocedores; para las dosis de los neófitos usábamos talco para pies, aspirinas o polvo para hornear. Él la vendía entre la banda y me pasaba una comisión.
Le dije a Inés que saldría un rato. Jack me acompañó. Cuando llegamos a la Baxter hall, nos metió hasta su cuarto, a escondidas de su okaasan.
—Estaba a la mitad y, tú sabes, para darme valor me, y luego se… ayúdame.
—Barajea más lento.
—Fui con unos fresillas a un cotorreo en San Javier, iba a cerrar un negocio, llevaba dos grapas... Me fui al baño y les preparé la primera, de la segunda me di un jalón, y cuando la iba a rebajar se me cayó a la taza y, y… préstame cuatrocientas bolas.
—Puta madre, ¿tanto?, yo pensé que íbamos a quebrar a tu dealer…
—Yo se los presto.
Jack andaba con ánimo de Deus ex machina. No estaba de humor para vernos discutir.
—Por suerte estamos en mx —añadió—, en el Imperio también cuesta 400, pero dólares.
—Toda una mujer de mundo esta Jack; agradécele, puto, dile luego te pago.
—¿Por qué te dicen Jack?
Nos reímos. A Carolina se le quedó ese apodo desde el examen de admisión. Como fue con pants y gafas, parecía Jack Nicholson desempleado.
—Dale gracias a Dios y ya.
Lo acompañamos con su dealer a Santa Julia. Nos quedamos un par de calles antes mientras él terminaba sus negocios. Cuando regresó le preguntó a Jack si no quería trabajar de “mula”. Ella declinó amablemente. Él dijo: «tú te lo pierdes».
Fuimos a dejarlo a su casa (esta vez sí nos vio su okaasan) y el momento anhelado por fin llegó.
—Mira, Gato, para que veas que soy compa les voy a regalar una línea, de la pura.
La cocinó en un cenicero limpio (Baxter iba en serio), machacó la piedra, separó una parte para adulterarla y le pasó el encendedor por debajo a la otra porción, luego hizo tres líneas.
Mis pupilas se dilataron al instante. Aquella speed era deluxe edition.
Nos despedimos de Baxter y de su okaasan, conteniendo la euforia, y regresamos a casa de Inés. Al volante, Jack era toda una Schumacher.
Ya en casa de Inés pisteamos como bestias. Los demás nos miraban con ojos de franco susto cuando vieron que después de ocho hidalgos no nos tumbaba nadie (un aplauso para el speed, por favor). Luego llegaron más amigas y entre ellas vi un delicado pedazo de carroña, me recordaba muchísimo a Orri. La puse a marinar un rato y la convencí de irnos al cuarto de Inés.
El manoseo empezó bien, pero el speed es caprichoso. Cada vez que iba a ensartar recobraba lucidez; y venía acompañada de un insoportable dolor de cabeza. Aquellas intermitencias me pusieron sentimental. Empecé a jadear y a revolver los cajones para cortarme con algo.
La zorra me miraba, al principio pasmada y después aburrida, estaba muy ebria, cabeceaba. Me daba mi cuerda y me pedía una negra tras otra. Como no encontré ni un puto cortaúñas empecé a desesperarme. Abrí los ojos como nunca y ella notó toda aquella euforia. Hasta ese momento se asustó. Regresé a la cama y le abrí las piernas. No quiso. Le pedí disculpas y esperé, en algún momento bajaría la guardia.
El ruido de su cuerpo al impactar contra la pared se perdió entre la música de la planta baja. Cuando iba a soltarle el primer puñetazo, como un espejismo, vi un par de homúnculos sentados en el tocador: uno con su toga blanca; el otro con su barril y su linterna. Me quedé inmóvil. Ellos no dijeron nada. Se desvanecieron. En ese momento el efecto del speed se apagó de golpe y mi cabeza empezó a punzar como un dedo machucado.
Volteé a ver a la zorra; seguía junto a la pared sin dejar de mirarme. Me acerqué despacio, lamí la sangre de su boca. Me disculpé, esta vez sinceramente, y ella se puso en cuatro. Empezamos a coger.
—Ahora pégame en el estómago —dijo a medio palo; fue cuando noté que su cuerpor estaba lleno de moretones.
Pfff. Tardé mucho en venirme. La cabeza seguía punzando. Cuando terminamos cayó dormida. La acosté en la cama; antes de taparla vi su coño detenidamente. Rosado. Me acordé de Mutsumi-chan y como me sentí más triste regresé a la planta baja.
Más tarde regresé a la alcoba, con la determinación de follar otra vez a aquel bulto dormido. Mi energía estaba disparada. La vi. Le abrí el coño. No pude hacerlo.
Los tres días siguientes fueron un infierno. No pude localizar a ninguno de mis dealers y tuve que rechinar los dientes durante cada segundo del hangover.
Fue hasta el día siguiente, ya menos tembloroso, cuando vi por fin a Focko. Ahora se dedicaba a la compraventa de joyas. Por la noche haría una fiesta de despedida para Efreid que se iba a Cancún a trabajar en una promotora de raves.
Focko me contó sus avatares en el negocio de la joyería. Su otousan y él eran prácticamente esclavos del señor Velásquez. Como era Focko quien se encargaba de conseguir el metal, rebajaba algunas piezas y fundía toda la limadura para venderla a otras joyerías. Cada vez que ganaba dinero se ponía muy consentidor: además del chomua compró papas, Lucky Strikes, tacos al pastor y todas las ocurrencias que tuve para la velada.
Llegamos al taller y afuera ya esperaban Crog y Efreid. Comenzamos a beber y a contar chistes. A Efreid y a mí nos gustaban los juegos de palabras, y aquella noche estábamos particularmente simplones. Luego de media hora de estupideces empezamos a contar anécdotas. Empezamos con la nostalgia de Ikari: Vendetta, Virgin, Wikiproject; nadie tocó el tema de Monument. No habíamos pensado en eso. Luego de los bombazos suspendimos todo proyecto, abandonamos Ikari de manera no oficial.
Rompí el hielo con la anécdota de la grapa de Baxter. Crog platicó de algunas conquistas en las serenatas y Focko nos entretuvo contanto un plan detallado para asaltar la joyería de Velázquez. La noche se la llevó Efreid; empezó a contar historias de un vato a quien apodaban “el Ano”. El Ano decía que tenía el intestino grueso más grueso, que estaba malo de los páncreas y, en lugar de bulldog, decía bulldoxer.
—El otro día me contó que ya tenía vaina: «Estábamos echando brinco y me dice: “dime perra” y le dije “pus, a ver, ladra”». Y un día, nooo, estaba pedísimo, se empezó a sentir mal, quería vomitar y no sabía cómo. Le digo: «Apóyate en la pared y dale». «Ya, Chulton, no puedo». «Métete el dedo”. Y se lo metió en el culo. Ja ja ja. «No, buey, en la garganta». Y se metió el mismo dedo.
—Salud.
—Ahora tú, Neko, otra.
Me acordé de una de las que contaba don Fénix y me entró nostalgia.
—Había un querreque, era así como el Ano nomás que éste era profesor de música y educación física en un conafe. Echaba los exámenes al aire y decía «los que caigan en el escritorio tienen diez, los demás, cinco».
—Igual que en la ulcera.
—Jaja. Algo así. Debe ser otra de esas leyendas pendejas. Los ponía a jugar fútbol y reprobaba a los perdedores; en educación física un día los puso a hacer ejercicios de calentamiento. «Suban la pierna derecha y quédense así», decía. Una rata disléxica se equivocó y subió la otra. El querreque, al ver el hueco más grande en la fila, gritó encabronado: «A ver, ¿Quién es el bruto que está levantando las dos piernas?»
Efreid sacó unas tracas. Y a bailar.
En algún momento sentí una mirada extraña y vi de nuevo a Sócrates y a Diógenes mudos, sentados en las copelas de fundición, sólo que esta vez tenían puestas unas máscaras de don Fénix y Mutsumi-chan.
Al verlos, una parte de mi mente hizo un esfuerzo por entristecer. Metí otra tacha bajo mi lengua. El efecto del ácido liberándose no dejó emerger aquel sentimiento. Fue una sensación extraña, parecida a un coctel de Prozac con ojorrojo.

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