Salí de la casa, subí el volumen de los speakers del teléfono y dos canciones de Sigur Rós empezaron a sonar. Estaría ahí al menos 25 minutos. Saqué tres cigarros de la cajetilla y comencé a fumar sin importar que Okaasan saliera en cualquier momento: el dolor siempre funcionaba como una especie de inmunidad para los caprichos y para la rabia. Vi el moño negro junto al 207 de la pared. Los cardones de la jardinera serían retirados esa misma semana. Vi la cerradura; al día siguiente algún tío o la misma Okaasan cambiarían el cerrojo para que yo ya no volviera a entrar a esa casa sin el permiso de alguno de ellos, y eso no sólo era una exclusión (a final de cuentas, aunque don Fénix siempre me trató como a un hijo, en realidad yo sólo fui un nieto) también era un símbolo de otras cosas, entre ellas: que al menos mientras viví en Agnosia no se pusieron de acuerdo en una versión definitiva sobre la herencia y el testamento; unas veces dijeron que dejó a todos la casa de la Sierra, otras veces dijeron que fue la de Agnosia; y cuando hubo reuniones familiares parecían coincidir, ante todos los nietos, en una muerte intestada.
Unos días después, en la cena de Navidad, todo se calmaría. Okaasan organizaría el concurso familiar de Karaoke, como todos los años (a pesar de la ausencia del jurado principal); además, hijos, nietos, todos narraríamos una historia, una anécdota, algo para ligarnos con su memoria.
Yo, por ejemplo, contaría su chiste favorito:
«1. Telegrama urgente para el H. Ayuntamiento de Neurotitlán de Reyes.
»Remitente: Servicio Sismológico Nacional.
»“Movimiento sísmico con epicentro en Neurotitlán. Tomar medidas preventivas.”
»2. Telegrama para el Servicio Sismológico Nacional.
»Remitente: H. Ayuntamiento de Neurotitlán de Reyes.
»“Reporte: Movimiento sísmico, reprimido. Epicentro y tres más: en la cárcel.”»
Uno de los hermanos de Okaasan tomaría la palabra de repente y diría:
—Qué grande era mi padre, mi madre se casó con un gigante y su cinturón dolía como un látigo. Alguna vez, con el rostro del cuero aún sobre mi piel, le dije: Cuando estés viejo y no puedas moverte, te pondré en una portería y patearé cañonazos hasta tirarte al suelo, así verás lo que se siente.
En la mesa se haría un silencio, se escucharían algunos sollozos, porque todos recordarían que fue él quien lo vio morir durante su guardia en el hospital.
Mientras estuvo internado, hice un par de guardias, la primera vez don Fénix se entretuvo contándome sus viejas glorias juveniles, cuando tenía su trío huasteco y tocó La Petenera por primera vez en Radio Centro; o aquella vez cuando fue al trueque en el tianguis de Neurotitlán y lo había correteado un toro; o aquella otra cuando fundó una secundaria en medio de la Sierra, a los catorce años.
Dos días antes de su partida, yo mismo hice guardia y, casi al final, me pareció impresionante como se retorcía estando inconsciente, con esa fuerza descomunal en su cuerpo de cíclope.
Las enfermeras habían suspendido la diálisis durante tres días.
A veces me siento como el único que piensa que aquella misteriosa muerte “por neumonía” fue otra negligencia; de esas a las cuales ya estábamos acostumbrados.
Otro tío, el poeta de la familia encargado de los discursos, haría sonar su copa a mitad de la mesa y añadiría con toda su vocación semiológica:
—Cuando murió mi madre, mi padre, al contrario de lo ocurrido en la mayoría de las familias, nos mantuvo unidos; aquí mismo; y es nuestra obligación continuar ese legado con nuestros hijos.
Entonces yo observaría las caras de todos, sólo para darme cuenta de algo que ya sabía: de todas las personas en la familia ninguno tenía vocación de patriarca; un poco Okaasan, un poco una prima, un poco uno de esos tíos, o alguno de sus hijos. El resto cargábamos con tantos tormentos subyacentes que nos sería imposible y, por eso, era inevitable el miedo; porque, llegado el momento, quizá nadie tendría la fuerza para evitar que por fin nos desgranáramos.
Eso vendría algunos días después, cuando todo se hubiera calmado.
Por el momento aquella muerte me dolía como todas las muertes juntas.
Di una bocanada, lleno de rabia, y lo único era ese canto repetitivo, como una navaja deslizándose lenta por la piel: Dauðalagið: canción de la muerte; Popplagið: canción popular. En unos minutos Mutsumi-chan saldría a pedirme que entrara; yo no querría, y ella se las ingeniaría para hacerme volver a la mesa, para dejar incompletas las canciones, para no acompañar con su insistencia los últimos gritos, cuando el in crescendo y los tambores tronarán en mi interior como una tormenta:
Iusai long iu sai / Ai noua nou iusai / Iusai li nou far iusou... / Dan iu-ú, dan iú da-á.
Vonleska (en el Imperio, a la usanza romana, traducen esas vocalizaciones como Hopelandic): el scat islandés de la esperanza.
Tal como preví, Mutsumi-chan apareció en la puerta; habíamos hecho una breve tregua luctuosa. No insistió tanto como yo creía, sólo me quitó el teléfono y lo apagó. Terminé la canción en mi cabeza. Antes de entrar la detuve y le dije:
—La vida es como navegar en una balsa de Greenpeace por los mares árticos: por un lado tienes un japonés hijoputa apuntándote con su arpón; por el otro, una ballena a punto de hundirte de un coletazo…
La esperanza no tiene sentido. O al menos es inexplicable. Vonleska ¿Qué esperanza podría ocultarse detrás de aquellos cantos? Toda.

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