El Sempai monologaba, y yo me imaginé unos seis meses después: daría testimonio en los microbuses; el Hippie habría tomado mi vida y me habría hecho cambiar; les declamaría Juan 14:6 y pasaría la charola a los pasajeros; a cambio les regalaría un bolígrafo y un folleto de sordomudo con una profecía: De todos modos irán al infierno.
Después me imaginé como todo un caballero de Colón, recién ordenado por el mismísimo Papa, espada en mano, traje bordado en oro y encaje, paf, vertiendo azufre y plomo en los vientres de protestantes y masones. Me imaginé azotando judíos, como el vato de La naranja mecánica.
Imaginé que ellos y sólo ellos me daban una medalla por destruir el obelisco y me invitaban a los Legionarios y al Opus Dei y me regalaban dos botellas de cognac. Me imaginé como personaje de Dan Brown, con un cilicio en cada pierna y un látigo para la espalda. Luego imaginé cuando se enteraban del Cristo de Piedra y me clavaban una lanza en cada costado.
Entonces abría los ojos y ahí seguía el odioso del Sempai, haciendo un absurdo análisis coyuntural:
—Vuelan esos católicos —decía—, ¿Cómo pueden continuar una misa cuando la ciudad se viene abajo?
Ya la habían cobrado, pensé, the show must go on.
Mientras tanto traté de dimensionar sus palabras: el caos de aquella indeterminación, con grupos de derechas e izquierdas, republicanos y demócratas, confundidos y culpándose unos a otros.
—Lo malo de esto es que ya nadie pondrá atención al asesinato de Luis María.
El Sempai se refería al amigo del profesor Sebastián asesinado unas semanas antes.
—No seguirán investigando, no es justo, su asesino quedará impune, ¿Ya te conté mi sueño, el extraño ritual en el cual murió?
—Como veinte veces, Oniichan.
Y mientras él hablaba de una muchachita que había conocido justo en la misma misa de la cual se quejaba, yo pensaba en una actriz porno anónima: era igualita a Fluff y le daban una cogida anal de antología. La peli donde la vi iniciaba con un performance de Mick Blue; el dvd se cortaba al final por lo cual los créditos no aparecían. Yo estaba consternado. Quería más videos de aquella morra con acento alemán.
Al mismo tiempo pensaba en Mutsumi-chan. Única. Ninguna actriz porno se parecía a ella. Ninguna conocida, por lo menos. Ninguna con esa belleza infantil, esa elegancia.
Me acordé de su expresión altiva cuando me mandó al diablo, cuando dijo no poder seguir porque yo la asustaba. Macabra había hecho que Crog la cortara confesándole algunos de sus deslices. Morgan simplemente había alegado con Focko algo acerca de su reputación. Mutsumi-chan, luego de asunto del Ikari y de Plug, me había mandado llanamente a la chingada sin bajar las cejas en ningún momento.
Mientras, el Sempai seguía con sus teorías:
—Tiene catorce años, —decía—, está muy pequeña, ¿no?
—Cálmate, padre Maciel.
—¿Y tú qué?
—Yo soy tres años menor que el Sempai, soy consecuencia de la pedofilia, no causa.
Kaede-chan no me hablaba. No sabía nada, mas tenía una especie de contacto mental conmigo y parecía reprenderme cuando me acercaba; me miraba con rechazo y eso me hacía sentir mal.
Al mismo tiempo, en la ciudad hubo desajustes financieros y una crisis inflacionaria cubierta, como siempre, con el dinero de los contribuyentes. Ese año el ayuntamiento de Agnosia era madriguera de la ultraderecha imperial, por lo cual iniciaron la restauración de todos los monumentos, excepto del obelisco. Como era de esperarse no alcanzó el presupuesto y echaron a andar unos impuestos emergentes que incluían iva al 20 por ciento y uno llamado ict: Impuesto Contingente por Tragedia.
Cuando un huracán azota las costas del país, los demás estados, la Federación y hasta el Imperio suelen cooperar: mandan botellas de agua, fotógrafos, latas de frijoles, soldados. En el Caso Agnosia no hubo tales muestras solidarias. El Gobierno Federal argumentó algo sobre no fomentar el terrorismo: la indemnización debía recaer exclusivamente en los culpables. Pretextos, claro, aunque bien fundamentados: las sucesivas administraciones de la ciudad y del estado habían hecho tantos malos manejos con préstamos y partidas anteriores que la Federación ya no estaba dispuesta a ofrecer un centavo más para que los gobernadores y alcaldes hicieran autopistas a sus pueblos natales o siguieran adueñándose de los territorios y empresas de la región.
En la Plaza Independencia, principalmente, obreros y bomberos continuaban sacando cuerpos de los escombros, ya sin esperanzas, porque el tiempo para rescatar a los posibles sobrevivientes había terminado una semana antes.
Yo miré el rostro del Sempai, aún con gasas y costuras, esbozando aquella sonrisa mientras suspiraba: «Conchita». Así se llamaba la rorra. Me sentí feliz por él. El Sempai estaba enamorado. Yo también. Y ninguno tenía a su chica.
Fue la primera vez que sonreí en semanas.
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