De pronto me di cuenta: Sócrates y Diógenes estaban acompañados. Del lado del Sarcástico había un auténtico Dionéo, y junto al Sátiro había un Apático. Mi conciencia se reorganizaba como un espectáculo de teatro guiñol.
Un poco deforme, envuelto en una toga blanca, con una leve joroba, el pequeño Sócrates de bolsillo me miraba, solitario, sentado en mi hombro derecho, sin decir nada. El otro homúnculo vestía un barril y sostenía su linterna, empinaba el cuerpo dentro de mi oreja preguntando a gritos: «¿Hay algún hombre virtuoso por aquí?»
Después vino una mujer con minifalda, tenía los dientes bien alineados y una pequeña estrella en su mejilla; la golpeaba un tipo de peinado naco…
Al verlos venir, el Sátiro empezó a cogérsela, se le metió por completo. El Sarcástico explotó en una carcajada. El Dionéo se metió en el de peinado naco y el Apático se quedó sentado hasta desvanecerse…
Cuando todo aquello terminó, los polos de mi conciencia eran dominados por Tatiana y Andrés Puente.
Y el pequeño Diógenes de bolsillo, depositario de mis aspiraciones; incluso el pequeño Sócrates, con sus inflexibles directrices morales, me abandonaron definitivamente. Partieron hacia la estoa de mi inconsciencia esperando que las yeguas devoradoras de hombres, o el río que limpió los establos de Augías, obraran en mí algún milagro.
Una vez terminado el proceso de reacomodo axiológico hice una prueba; le pedí a Tatiana un directriz moral.

Agita una mano / agita ahora un pie / agita la otra mano y también el otro pie…

Bailemos Hokey Pokey. Fue todo lo que alcancé a escuchar.
Si al menos hubiera sido una vintage, Linda Lovelace, por ejemplo…
Mi conciencia se había vuelto permisiva. Sólo cuando dimensioné el significado de aquello me preocupé.
En ese punto Orri ya no era ni siquiera un fantasma, sólo el recuerdo vago de un rito de transición.
Pero, sonríe, Sempai, esto no acaba sino de empezar.

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