We'll drift through it all, it's the modern age.
Joy Division

Después de la tradicional partida de ajedrez de los domingos, quedé con Fili de vernos en la noche para la revancha en el Café Estival, mi preferido en aquellas noches de soltería, ¿la razón?, el sitio era esnob y el Sempai ni de chiste se paraba ahí.
En aquel tiempo tenía amigos y algunos sueños. No era como, ahora, un desterrado, un extranjero aferrado a trazos desdibujados. Vacmo y yo llegamos juntos.
Fili llegó con la caja de figuras de marfil y tres amigos… en realidad tres acompañantes: los Príncipes. En aquel tiempo aún no se odiaban a muerte por unos bisnes sobrenaturales y ultratumbezcos que traían entre ellos (desdoblamientos del cuerpo astral, portales interdimensionales, moradas filosofales, tópicos en los cuales Fili y los Príncipes estaban bastante versados); y estos, a su vez, llevaban una amiga, Orri, la reconocí porque estaba en el mismo salón el día de mi examen de admisión, una coleguita. Orri no hablaba mucho y nomás con mirarla reconocía uno sus limitaciones, mas, me dije, después de una aburrida más que aburrida socialización con los Príncipes bífidos, «Si Helena solita logró que el priámida y el atrida desmadraran Ilión completita; si hasta herr Doktor o el vato de la lira bajaron por sus nenas al Inframundo, con más razón a un mozuelo como yo».
Y esa sonrisa fácil y esos ojos color moco, paf, «Me tienes», pensé. Y yo igual la tenía, pues uno como hombre también sabe cuando le gusta a una zorra.
Orri estaba ahí, me saludó. Mucho gusto. Besos. Mi afición por el yogurt de frutas evocó un bello recuerdo en ese beso: su aliento, era como oler aceite de almendras dulces.
Los Príncipes siempre traían colgando unas svásticas en el cuello.
Somos nacionalistas y socialistas —se excusaban—, perseguimos lo inalcanzable y nos cagan los judíos, es lo apropiado.
Fili, por su parte, había salido de su periodo enmascarado y atravesaba por su periodo vampírico; en aquel tiempo se sentía personaje de Ann Rice y no paraba de mirar las auras de los Príncipes, lo cual incomodaba a éstos; y a Orri y a mí nos desconcertaba.
Una Coca-Cola —pidió Orri después de cenar un pastel sin azúcar.
Esas son aguas negras del capitalismo —le dijeron los Príncipes.
La Coca es roja —repliqué. Además, aquí ni capitalistas, ni socialistas. México es sur global.
Les mostré el envase y, luego, el color del líquido a trasluz.
Los idiotas lo tomaron como una exaltación al comunismo; traté de enmendarme aludiendo los bloqueos tecnológicos y aduanales del Imperio, los proyectos de los centros de investigaciones de la Ulcera, congelados por los capitales extranjeros, y las patentes, y las fugas de cerebros…
En algún momento de la plática yo ya juntaba las palabras Althusser y antihumanismo en una misma oración; fue cuando me di cuenta de mi infructuosa contribución a posturas que no compartía. Me di por vencido y me levanté.
De camino al baño pude ver una densa nube de humo tras la cual se difuminaba una cabellera rizada color magma, bajo la cual adiviné un rostro familiar, quizá de alguna fiesta de Lu. En ese momento yo no lo sabía, era Mutsumi-chan, acompañada por Fausto y el Emperador. Continué hacia el baño.
Cada vez que iba a drenar el café bajaba por las escaleras, caminaba los cuadros del piso de uno en uno y, finalmente, daba un pequeño salto para mover con un toque de mi mano el anuncio de madera colgado del techo, el cual anunciaba el baño de mujeres. Después hacía lo mismo con el letrero del baño de hombres. En cuanto al “Cuarto de bombas” junto a los baños ¡era un misterio!, podía contener en su interior un juglar yucateco versificando, un musulmán envuelto en explosivos plásticos, o unas máquinas que llevaban el agua de la cisterna a las habitaciones del hotel sobre el café.
Al salir le volví a pegar al letrero, viendo cómo se abrían lentamente los eslabones de la cadena, disfrutando la oscilación de la madera y de esa figurita icónica de mujer.
Repetí ese acto monótono cada vez desde la primera vez que fui al Estival hasta que por fin cayó, porque el letrero terminó ceder ante tantos golpes. Si no lo mencioné antes es porque me trae malos recuerdos.
Al regresar a la mesa, aquellos seguían en su discusión sobre Marx y demás tópicos de ancianos. Aproveché para afilar las uñas sobre Orri.
Me esforcé, de veras, y fue inútil.
A ella parecía no interesarle nada en particular, ni música, ni libros, ni pelis; un poco de moda pero se aburrió de Lipovetsky, algunos chismes del TvNotas, algunos forwards con chistes pendejos, o con mensajes optimistas. Y ya.
Me contó de sus achaques y enfermedades, de sus ataques epilépticos. Su familia abusaba de ella; no explicó si sexual o sólo moralmente. Yo le dije «No exageres, a todas mis conocidas las tratan mal en sus casas»; ella insistió en que su caso era diferente; me lo decía de lado y su aliento de aceite de almendras me enloquecía y, al mismo tiempo, tal vez por la sugestión de conocer su trágica existencia, me provocaba cierto rechazo instintivo, como si el pequeño Sócrates de bolsillo me dijera al oído «No te reproduzcas con ella, sólo inténtalo pero no lo logres».
Preferí poner atención a su listado de restricciones: cápsulas diarias durante cinco años para calcificar parásitos alojados en el encéfalo; nada de sol, nada de azúcar, nada de videojuegos, cuidarse los pies; poquita esfínternet, unodós tierno, marcas de lancetas en los dedos, orgasmos moderados; nada de café, nada de taquicardias, nada de speed; cero deportes, cero desvelos. ¿Y cómo estaba? Más o menos: panza lombricienta, a pesar de estar relativamente flaca; celulitis juvenil (se adivinaba cuando el pantalón se le pegaba a la pierna); barba albina; cara de hombre bonito; dientes de ratón; güera de rancho. Ya de cerca y platicando no era tan encantadora, aún así algo bueno sacaría yo de ahí… leche, al menos: sus chichis eras como una terapia para cerrar etapas inconclusas.
El protocolo terminó aburriéndome. Me acompañó a drenar. Y sí, volví a pegarle a los letreros de madera, cada veinte o treinta segundos, disfrutando el mismo espectáculo efímero de la oscilación, mi única diversión además de sentarme dentro de las casetas telefónicas a esperar mientras ella salía del baño. Ese día no pude conectar porque hizo falta marinarla más, terminé aburridísimo entre pláticas de enfermedades, violencia intrafamiliar, brujería y Vacmo vacilándose a las meseras:
«Señorita tráigame más estiércol, de favor», les decía levantando su taza.
A él parecía interesarles muy poco la charla sobre lucha de clases y esoterismo. Era como si no estuviera ahí.
Terminé volteando a la mesa de la mujer misteriosa (Mutsumi-chan), mientras pensaba la manera de hacer que Orri aflojara.
Un rato después llegó Focko y se sentó en la mesa. Resultó ser amiguísimo de los Príncipes por un negocio de pastes en el cual trabajaba el exnovio de alguno de los tres. Aburrido empecé a edificar una torre de Babel con los botecitos de crema vacíos.
Tras despedirnos de Vacmo y llevar a Orri a su casa, continuamos la charla en el jardín de la Escuela de Artes, en el exconvento de San Guijuela, discurriendo acerca de una leyenda local: los gases tóxicos generados por los cadáveres de las monjas embarazadas que murieron abortando en los túneles bajo el edificio.
Íbamos en el Garbanzo, el coche de Fili. De camino vimos una morra con un culo estilo bell bottom, contoneándose en Revolución.
Hey, perra, voltea —dijo Fili en voz baja. Voltea, te digo. Estoy picándote las nalgas con mi aura, voltea. Mírame a la cara y piensa: «está muy lejos, no podría».
La morra nunca volteó.
Estábamos chupando todos de una Viñarreal de durazno que compramos en un mini súper Hongo. Cada diez minutos debíamos guardarla en los arbustos y sacar las Coca-Colas para engatusar a los fbis que hacían sus rondines.
«Los vecinos se quejaron», decían los puercos y se largaban.
Luego de un rato de más charlas universitarias, los príncipes montaron un espectáculo místico para Focko y para mí. Las ramas de los árboles se empezaron a mover, no había viento, y unos pasos formaron círculos en el agua estancada de la fuente. Chuck habló del árbol que parecía un vato estirando las manos, en realidad era la forma que había adoptado tras unos ritos practicados por él. Didi, por su parte, afirmaba tener facultades paranormales, una bruja se los había descubierto, dijo, y eso le acarreaba, como a Peter Parker, una gran responsabilidad.
Fili fue a drenar y los Príncipes nos dijeron que tuviéramos cuidado con él, porque tenía el hábito de meterse en los sueños y arrancarles los padrastros de las uñas, o algo por el estilo.
Cuando por fin se acabó la Viñarreal los Príncipes se largaron y Fili sacó un poco de ojorrojo.
No quería compartirle a esos gorrones. Qué onda, mi buen Sayayín fase cuatro, ¿donde podremos gotearlo tranquilos?
Focko sugirió la Peña del Cuervo y hacia allá fuimos.
El ojorrojo era una de esas drogas de última generación; realmente ni a droga llegaba, era un suplemento, más bien un accesorio: unas gotas para los ojos que, después de un rato, formaban cristales fluorescentes, como un calidoscopio integrado; podía combinarse con speed, gallo o ácido para lograr viajes de diversas estéticas. Su inventor seguro se inspiró en la sustancia que aparece en el primer capítulo de Cowboy Bebop. A diferencia de aquella, el ojorrojo no afinaba los sentidos, tardaba mucho en llegar al cerebro. Aún así la ssa la había prohibido porque, según un supuesto estudio realizado en una prestigiosa universidad, a la larga, los cristales y los ácidos terminaban jodiendo la superficie del tejido ocular y los nervios conectados a los sesos.
Ésa es la camioneta —dijo Focko a medio camino—, ahí va el Rayas. Ese güey es bien chido, de los pocos cuates con los que se chupa tranquilo. Ya lo conoces, Gato, ha cotorreado con nosotros en el taller, la otra vez llevó tortas de pastor y milanesa.
Yo no tenía ni puta idea de quién me hablaba.
Llegamos a la Peña del Cuervo como a las dos y media de la madrugada, después de media hora de curvas y terracería.
Fili estacionó el Garbanzo en un claro junto al sendero.
Todo alrededor estaba rodeado de coníferas, tapaban la visibilidad. Sólo se veían las constelaciones, y muchas estrellas fugaces. Sin los faros naranjas de la ciudad, la noche era nítida. Estaba completamente oscuro y nos guiábamos con un encendedor intermitente para cruzar un caminito que subía a la peña; subimos las “escaleras” de piedra hasta llegar a la cima, era un piso plano rodeado de una barda circular de piedra en el cual se concentraba la energía cósmica, según Fili. Del otro lado de la barda sólo había abismo y árboles. Las luces de Agnosia llegaban desde lejos, en el sur. Sobre nuestras cabezas brillaban los Reyes Magos, Orión, y un triangulito que seguramente no era Libra.
Después de gotear el ojorrojo, y reforzarlo con algo de gallo, regresamos al Garbanzo, el coche de Fili. Ahí nos explicó los simbolismos de una peli donde los ángeles se dan en la madre tratando de destronar a Dios, y habló una puta hora de Jodorowsky y Castaneda, haciendo gala de transdisciplina pacheca. Luego se acordó de que a unos quinientos metros de la peña él, Chuck, Vórtex y Rain habían abierto un portal dimensional, liberando a una entidad sobrenatural, y seguramente seguía suelta en alguna parte del bosque.
Focko le pasó el gallo sobrante con tal de que cambiara de tema.
Fue un desperdicio. Esa noche Fili estaba inspirado.
Luego de un rato de ver ángeles fosforescentes, Fili nos convenció para hacer danzas rituales y a ahuyentar a los venados curiosos. Focko dijo que cazáramos uno e hiciéramos cecina. Debí recordarle que estaba penado porque eran una especie endémica, según las nom y las cites.
La verdad, yo tenía mucha hueva como para hacer de Heracles transitorio.
Fili nos interrumpió:
Silencio… ¿Ya escucharon? En los pinos. Es la Pacha Mama…
Y a bailar.
Desperté a eso de las once de la mañana en una mesa de la Pulquería 30-30, con un curado de guayaba a medio beber; estaba lleno de moscas.
Un señor con la ropa vomitada dormía a mi lado; su mano colgaba, como muerta, alrededor de mi cuello. Una parte de su basca había manchado mi pantalón. Él resto de él era todo fraternidad.
Focko ya no estaba y Fili pernoctaba plácidamente, con un tlapehue de avena bien sujeto en su mano derecha y la mórbida teta de una zorra en la izquierda.


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