This is the way, step inside.
Joy Division


Fuimos a ver la Pasión en la basílica de San Guinario. Focko y yo no cotorreábamos juntos desde tiempo atrás y ese día decidimos que, al terminar los latigazos, nos iríamos de excursión a los Jales para alejarnos del caótico panorama al que asistíamos más por hábito que por devoción.
Siempre sentí aversión hacia el Viernes Santo porque una vez, cuando era rata, el Sempai me hizo creer que el Vía Crucis era real. Sufría mucho en cada ocasión, cuando el Hippie, todo expiatorio, caminaba varias calles con ese trozo de madera. Bububú. Otousama y Okaasama intentaban convencerme de que todo era una treta del Sempai para vengarse de los culatazos que le había dado el año anterior en la representación de la batalla del 5 de mayo. El Sempai ya no se acuerda de eso.
Los del grupo de la iglesia festejaban la Pascua juvenil ese viernes y estaban dispersos entre la multitud y los actores, si me topaba con alguno de ellos desviaban la mirada.
También, algunas ratas ricachonas examinaban los jardines cercanos en busca de los obsequios esotéricos (unos dorados y primordiales huevos cósmicos) que algún conejo ovíparo posiblemente escondiera por allí. Las tradiciones habían cambiado desde que yo mismo era una rata.
Cuando Longino por fin enterró su lanza nos largamos a desayunar a casa de Focko.
Él se recuperaba de su larga travesía sudamericana e insistía en comer sólo chistorras, mollejas y bifes. Yo había dejado de comer carne roja nomás para molestarlo y obligar a su madre a cocinarme unos camarones o una trucha, además durante la Pasión, adopté una pose de duelo que él no soportaba.
Terminamos desayunando huevo con tortillas. Desde la colonización él tenía la costumbre de comer todo con mayonesa y cátsup; eso a mí me llenaba de asco. Su perra, Lala, movía la cola rápidamente mientras colocaba una pelota llena de babas sobre mis rodillas. Yo arrojaba la pelota hacia la puerta de la calle (esperaba que en algún momento atropellaran a la infeliz), me limpiaba y trataba de comer a buen ritmo. Lala terminó tragándose la mitad de mis huevos.
Focko platicaba sobre su nueva carrera mientras envolvía un poco de gallo en papel estraza.
Basura de torta, —me explicó. Así le dicen los que no tienen la curia de abrirla.
Llevaba el gallo «para darnos valor», ¿valor para qué? No lo sabía.
Visitaríamos, a petición mía, la Laguna de Cianuro, cruzando el puente del fraccionamiento del Roble, el más lejano de Agnosia en esa época, y un canal de aguas negras (por esas fechas estaba seco).
Compramos un par de Coca-Colas para el camino; se acabaron antes de salir de la colonia. Ya para ese instante arrojábamos el envase lo más lejos posible mientras huíamos de la perra. Siempre nos alcanzaba. Cruzar el bulevar con ella fue todo un reto, hubo que detenerla a gritos, acorralarla y llevarla en brazos o los autos la aplastarían.
Del otro lado, también arrojábamos el envase al fondo del canal seco para agotar a la perra, la torturamos así unas diez ocasiones hasta llegar a la pendiente de subida. Al final fue ella la que esperó arriba, mientras Focko y yo batallábamos contra el polvo, los deslaves y la vegetación.
Al llegar a la cima del jale vimos pequeñas corrientes de agua con rumbo a nuestro destino, unos dos kilómetros al noreste. En ese jale se formaba una caldera dividida por pequeñas “bardas”, la planicie dentro de la caldera era amplia y de varios kilómetros de diámetro; la laguna era, desde nuestra posición, una manchita color azul metálico.
Bajamos y comenzamos a caminar entre las grietas del lodo.
—Son como de extraterrestres esas rajas de agua —le dije a Focko al ver unos extraños giros en la tierra. —¿Tú qué harías si vienen los ovnis?
—Me bajo el cierre.
Nos cagamos de risa.
—¿Te conté?, me saqué una radiografía y salió un cuerpo extraño en mi hemisferio derecho, bajo la oreja, en la zona límbica. Es un microchip.
No le respondí. Focko siempre inventaba ese tipo de historias.
—¿Y qué has hecho?
—Nada, andar sin vaina. Espero agarrar algo pronto.
—En tiempos de guerra, cualquier hoyo es trinchera.
—No me chingues, Gato, ya quiero dejar eso, mejor dime… ¿y tú?
—Quería encamar a una perra del taller, una de esas poetas horny. Fue después de un gallo épico: estaba a medio viaje y la saqué del aula, la senté en la jardinera, la miré a los ojos casi fijamente y le pregunté si no quería ir a mi casa a jugar Twister. Como no respondió fui más directo, ¿Coges o te mato?, le dije.
—¿Y ella?
—Ay, mátame. Y yo le dije sí, pero primero te voy a coger… desde entonces ya no me habla…
—Así no, Neko, para abordar a una perra lo importante es llegar y: cabezazo, patada a la yugular, arrimón, y decirles: tons qué, reinita, ¿tu casa o mi casa?
—¿Qué es eso de allá?
—Una bardita de arena, divide la planicie.
—Yo pregunto del tambo ahí atravesado, ¿por qué está todo carcomido?
—Imagina lo corrosiva del agua de la laguna, esos tambos los pusieron hace poco y mira ya cómo están.
Pfff. Llegamos a la barda, me fue un poco difícil subir por su pendiente de sesenta grados y por la arena suelta, vi de cerca los rojizos tubos raídos; el agua sobre el sedimento corría hacia la laguna. Nos faltaban otras dos trincheras y seguir por el camino del arroyo. Cada nueva barda había más plantas y las grietas del piso desaparecían poco a poco.
Lala corría en círculos, se nos adelantaba unos treinta metros y regresaba; en algún momento sacó la lengua, el sol comenzaba a calentar su pelaje y recordé “los perros no sudan”. Corrimos hacia la perra. Se había detenido junto al arroyo y se disponía a beber. Focko saltó, abalanzándose sobre ella, y la alejó lo más posible del agua. Caminamos cuidando que no se volviera a acercar.
Seguimos así hasta la última barda. El riachuelo se perdió entre la hierba y sólo pudimos sentir la humedad bajo nuestros pies. Me orillé lo más posible a las paredes de la caldera para no pisar el agua; yo llevaba puestos unos guaraches y temí que los metales pesados se filtraran por los poros y llegaran a mi sistema nervioso central. La perra corría de aquí para allá mientras Focko buscaba el mejor camino y cuidaba nuestros pasos.
Llegamos a la laguna azul. Tenía una marea espumosa, algunos islotes a la mitad, palos flotando. No era muy honda pero estaba llena de un limo particularmente resistente a los venenos del agua. Focko agarró uno de los palos y lo clavó en el agua, el palo se hundió y ya no salió.
Me quedé viendo una llanta. Flotaba en medio de la laguna como un islote. Me pareció ver a una rata encima. Pudo ser un espejismo.
La perra seguía insistiendo en beber el agua azul, nuestra expedición se complicaba. Lala era adicta a la glucosa desde una ocasión en que le di caramelos, chocolates, helado y Coca-Cola al mismo tiempo, a escondidas de Focko. Él aún no se lo explicaba. Saqué otra botella de la mochila y se la ofrecí.
—Hijo de la chingada, traías otra Coca y no dijiste nada.
—No te enchiles, ya te la di ¿o no?
La perra abrió la Coca-Cola con el hocico, se colocó panza arriba y, deteniendo fuertemente el envase con las mandíbulas y las patas, empezó a tragarla como gringo en un concurso.
Focko y yo vimos las extrañas grietas del piso junto a la laguna, en esa parte se habían abierto nuevamente, tenían unos cincuenta centímetros de profundidad y estaban mojadas en el fondo.
—Se parecen a los cañones de Star Wars, donde vuelan pequeñas naves de asalto —me dijo.
Nos alejamos de las grietas en cuanto la perra se levantó y seguimos caminando hasta llegar a una cuarta barda, más allá de la laguna; la vegetación era más tupida y yo fui a orinar después de darle la vuelta a otro riachuelo más profundo del otro lado. Escalé trabajosamente hasta llegar al punto más elevado en el costado noroeste.
Miré alrededor. La ciudad mostraba su caos. Sentí un asco idéntico al que tuve cuando Focko le puso mayonesa a sus huevos. Veía los bulevares, los edificios miniatura, los fraccionamientos, casas dispersas como gotas de semen en una cama. No pude explicar por qué me nacía ese resentimiento.
Agnosia estaba hecha de fraccionamientos. Algunos eran de lujo; otros estaban construidos sobre los jales; otros, sobre reservas ecológicas protegidas. Los republicanos ya habían destruido especies endémicas de plantas y animales en el bosque para construir el campo de golf y plazas comerciales, «Vamos a reforestar», habían dicho y no lo hicieron. En Agnosia también hay cerros llenos de tiros de mina propensos a deslaves y cimbras, y encima hay casas; uno de los fraccionamientos ocupaba el antiguo basurero municipal; otros se establecieron en las zonas áridas; otros en las orillas de la ciudad, arriba de los cinturones de seguridad de los cerros, en planicies y espacios vacíos. Agnosia también crecía de acuerdo con las frustraciones migratorias, era una ciudad dormitorio para estudiantes de la Ulcera, para chilangos que viajaban diariamente, para centroamericanos de paso, para soldados y marines. Y crecería mucho más: el Gobierno Federal acababa de autorizar un aeropuerto internacional, una refinería, el Narco Norte, también una agencia espacial.
La ciudad parecía una sesión de Sim City jugada a lo pendejo. Necesitaba con urgencia que alguien le diera reset.
Ahora se me ocurre que yo tenía 16 ó 17 años, me había tragado eso de la condición postmoderna, la era del vacío, el fin de la historia; la verdad no lo sé. Me acerqué a un arbusto y pensé «Por años ha absorbido el cianuro de la laguna, así como yo me he envenenado con esta ciudad». Lo oriné con saña, como tratando de apagar un fuego divino, tenía la certeza de que mi amonio y sustancias alcalinas iban a contribuir con su muerte, aún así apretaba la vejiga. Intentaba desgarrar las hojas de la pequeña zarza.
Con la verga de fuera, sentí aquel odio nuevo nacer desde adentro y tomar forma. Nomás porque sí.
Y ese nomás porque sí lo llenaba todo. Algo en mí estaba roto, o quizá completo. No lo entendí entonces y no lo entiendo ahora.
Miré hacia el noreste y guardé en la memoria aquel perfil de la ciudad. Cuando regresé con Focko yo era un hombre nuevo. Moisés bajando del Sinaí.
Focko arrojaba el envase vacío para acá y para allá y la perra corría a recogerlo, me miró de pronto, se levantó y ambos caminaron hacia mí, él traía en su mano un gallo recién ponchado. Permanecimos un rato mirándonos, la idea en mi cabeza pedía a gritos salir, aún no terminaba ni de pensarla y ya me lo exigía, «Háblame», decía, «Termíname en voz alta». No lo resistí, le di un jale al gallo, el humo ordenaría mis ideas, y comencé a hablar.
—Paquito, seremos artistas. Haremos algunas instalaciones.
—¿De qué chingados hablas?
Pasé mucho rato ensayando una explicación que distrajera de aquel odio recién nacido, ni siquiera yo lo entendía bien. En algún momento me interrumpió:
—Momento, ¿para qué?
Le dije que no nos hiciéramos los santos.
—Tomas un coche y manejas con ganas de atropellar a quien sea. Cuando eras barman pateamos a ese etanol hasta tumbarle la mitad de los dientes, nomás por gusto, ah, ¿te acuerdas?, que hasta le sacamos fotos, nomás porque “le estaba metiendo mano a la mesera”, cabrón, tú ya le habías metido hasta envases de negras.
Y también tomamos fotos.
—No sé, todavía traigo en los ojos al vato. Sus venas hinchadas, sus dedos, la sangre en la oreja. No hay motivo. Me pude ir y ya.
—Y no lo hiciste, el vato debía pagar ¿o no?
—Pues sí, pero es diferente, acá no hay motivo, Neko.
—Mira, no nos desviemos, simplemente se trata de un poco de arte, de llevar a Lala a cagar en el pisal del parque Ben Gurión, ese tipo de cosas. Ándale.
Dudó un instante; esa duda era consideración. No me tomaba por loco, simplemente me veía como uno entre tantos artistas que pretenden ordenar el caos, un pistón lleno de gas caliente para reactivar una máquina. Mis ojos brillaron, los suyos seguían dudando.
—Lo pondré sencillo —le dije—, la vida es… como un flujo, sí, de información, el destino es un programa y la vida un disco duro. Al poner un dato nuevo, aunque la información sigue su curso y cada quien es parte de ese flujo, el plan cambia. Un virus es una instrucción, rompe con el orden y destruye a la compu si sabe dónde atacar, un virus es pasarse un semáforo en rojo, por ejemplo. Un asesinato, un asalto, una evasión fiscal, una mentira, cualquier error, delito, es virus porque altera un proceso, lo obliga a funcionar de otra manera, a perfeccionarse. El arte es como un virus, una verdad de otra naturaleza; y el arte de nuestro siglo, el más directo, el más influyente, sigue siendo la instalación, ¿o no?, permite la mejora, evidencia el error, impresiona, sacude, mueve la reflexión. La banda de hoy es frívola pero complicada, se merece un arte en sintonía.
—No te creo ni puta madre, Gato.
Focko seguía dudando pero se mostraba convencido después de escuchar toda mi teoría.
Seguimos fumando, nos mareamos, resecamos nuestra boca y comenzamos a reír, él arrojó nuevamente el envase de hule y la perra corrió tras él.
Splash.
Volvimos ligeramente a la realidad cuando vimos a la perra nadar por el riachuelo con el envase en el hocico. Nos habíamos movido de lugar sin darnos cuenta. Lala nadaba hacia nosotros.
Supimos que era momento de partir con velocidad. El esfuerzo de los casi tres kilómetros de ida no había sido nada.
Comenzamos el trote. Laguna, grietas, tambos, riachuelo, bardas, figuras de ovnis, maleza, arena fina, río seco, puente.
Al llegar a su casa lavamos a la perra con una manguera e inmediatamente después yo me puse bajo el chorro de agua; temía que el cianuro hubiera penetrado mi piel cuando cargamos a la perra para cruzar el bulevar.
Al terminar nos fuimos a ver a Crog.
Al llegar, su okaasan nos instaló en la mesa y nos dio una rebanada de pay de queso.
—Luis, te buscan Francisco y Hugo.
—Qué pasen, má.
Entramos al cuartito de Crog y nos mostró sus experimentos más recientes: un pequeño ventilador operado con una antena de radio; un sensor para su cuarto encendía la luz tan pronto comenzaba a oscurecer afuera; y una compuerta en miniatura simulaba un sistema de alarma y cerraba automáticamente cuando alguien tocaba la joya.
Repetí el plan. A Focko apenas se le disipaba el efecto del gallo, debía explicárselo de nuevo. Esta vez con ejemplos. Buenos ejemplos. Porque ahora estaba Crog y él no era posthumanista, no lo convencías con teorías pachecas, había que apelar a su formación lógico-matemática. Les hablé de la ciudad y de las personas, de las instalaciones, del Tilted Arc de Serra, del Cremaster cycle de la pistola de Björk, de los Cerdos tatuados de Delvoye. Cosas como esas.
Fue más difícil porque Crog aún era abstemio. Al principio no quería entrar.
Poco a poco, con los mismos argumentos, toqué sus fibras sádicas y pareció complacido, de hecho aportó la primera idea. Focko dio la segunda y yo la tercera.
Empezamos a discutir la primera instalación. Iniciaríamos con la esfínternet. En aquellos años Google aún no la había privatizado y la red apenas amenazaba con abarcar todos los aspectos de la vida. No como ahora.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario