En aquellos días yo era un soldado. Tenía seis años y debía actuar en la dramatización de la batalla de Puebla. El papel más disputado era el del general Ignacio Zaragoza. Yo no pude serlo, porque elegir a alguien que no se pareciera a la efigie de la monografía (en aquel tiempo les decíamos láminas) rompería el arquetipo. También porque a esa edad todavía no usaba lentes.
—Quiero ser indio zacapoaxtla, —le dije a la miss. Quiero vestir calzón de manta, empuñar un machete, partir a mis compañeros por la mitad.
—No —fue su respuesta. Tú serás francés porque estás medio güerito.
Yo quería mentarle la madre; aunque de ser francés a ser nada, pues el espectáculo debía continuar.
Morí tres veces entre la risa de las madres de familia, morí tres veces pero debía morir sólo una: la tercera.
Cada vez que lo hacía, la miss (directora de escena) me decía en voz baja: rata, levántate, tú te mueres hasta el tercer acto. Y yo, lentamente, fingía escupir sangre, daba gracias al papa Pío ix por aquel milagro, y me arrastraba fuera del escenario.
No debió ser muy distinto a un enfrentamiento real, con adultos, y muertos, y toda la cosa: porque en medio de la batalla todo es caos. Muchas veces esperé morir heroicamente, no por ser francés, sino porque siempre fui pésimo actor y en lugar de adaptarme al personaje, adapté el personaje a mí (y Jack siempre me dijo que eso no se debe hacer).
Sabía que debía perder. Caer. Dejarme morir. Mi error consistió en creerme especial, observado, sobresaliente entre soldados con el mismo uniforme. Esperaba un enfrentamiento, un singular combate, como les dicen en la Iliada. Mi ilusión era ser partido a la mitad por un indio, mientras mi Okaasama y Otousama gritaban emocionados.
—Mata esos indios, mátalos.
—No, mamá, ellos son los buenos.
—Niño, no hables con el público.
Nunca sucedió. Por eso no supe si cuando me desplomé fue por causa de la rata que disparaba en todas direcciones su fusil de madera o si sencillamente me dejé caer para levantarme al final del primer, segundo, tercer acto; derrotado en cada ocasión no por un zacapoaxtla, sino por un sentimiento (alguna clase de decepción) que a los seis años aún no entendía.
Por eso hace unos días me pregunté: por qué no, regresando a mi casa, en aquel cinco de mayo, puse un disco de Joy Division y canté Love will tear us apart, o Atrocity exhibition, o Colony, o These days; después de todo ¿hay algo mejor para un soldado abatido que una de las reclutas de la División de la alegría? ésas verdaderas patriotas prefieren el enfrentamiento cuerpo a cuerpo (bocina a oído), sirven a su país de pie o tendidas, no se parecen a los cobardes que se matan con bayonetas, machine guns o tratados de amnistía.
Después pienso: yo era una rata, ¿Cómo me iban a dar una recluta de la División de la alegría?
(A eso debo añadir: Otousan nunca conoció a la banda. Él nomás Be Gees y Kool and The Gang. La voz de Ian Curtis era un placer que yo conocería, incluso, mucho después de la pubertad.)
Y si por un momento se hubiera podido, ¿por qué no?, cinco de mayo, Joy Division. No me mal entiendas... yo no quería una puta... hubiera bastado una nodriza.

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